«Los troyanos»

Palau de les arts (valencia)

Dirección: Valeri Gergiev. Berlioz: Los troyanos. Música: Solistas, Cor de la Generalitat Valenciana y Orquestra de la Comunitat Valenciana.

Corrió el bulo de que fue la colonia francesa la que abucheó cuando, al final de todos y de todo, salieron a saludar los miembros de La fura dels baus responsables de la puesta en escena. Habría sido puro patriotismo.

Especialmente en una ópera como Los troyanos, la dramaturgia ha de contribuir a dar unidad de sentido a todo lo que sucede. Siempre, pero aquí más que nunca, el fin ha de ser acompañar a la música, favorecer que el espectador se emocione con lo que escucha, no molestarlo planteándole a cada paso preguntas que quedan sin respuesta. La idea de aprovechar el significado que en informática ha adquirido la palabra troyano tenía, huelga decirlo, más recorrido dramatúrgico del que le dieron recordatorios intermitentes e impertinentes.

Para empezar, ¿por qué sentar a Casandra en una silla de ruedas que no necesita? El montaje y desmontaje de la escenografía, la visibilidad de las maromas distraen una y otra vez en lugar de concentrar la atención: gran pecado. La impericia para fusionar lo real y lo virtual hace añorar el Fidelio que inauguró la sala. Con estas coreografías, mejor dicho, su casi total ausencia, en el Marinski sí puede que arda Troya. Luego está la fatiga de ver cantar colgando en el aire, o la de tener que taparse la cara con las manos para no ser deslumbrado y al menos poder ver a Políxena (Dolores Lahuerta) en su prometedor momento de gloria.

Entre tantos contextos visuales meramente yuxtapuestos, no faltan sin embargo los aciertos esporádicos. En el mismo comienzo, la recogida de los cadáveres resulta eficaz por más que manida la alusión a la que sirve. Le sigue un ave carroñera de fuerte y preciso impacto. A las serpientes de Laocoonte sólo les sobra la evidencia del truco. La maquinaria con que se representa al caballo es brillante en todas las acepciones del término. Pero, a partir de ahí, el ingenio se hace esperar hasta que Iopas (Eric Cutler) loa (y muy bien) a Ceres micrófono en mano: su canto de cisne (del ingenio, claro).

El vestuario constantemente amaga pero no da con interpolaciones de connotaciones contemporáneas, pero simplemente la fealdad del tocado de Dido constituye un precio demasiado alto por un esfuerzo tan considerable como a la postre infructuoso. Y el uso de la iluminación lateral ya es abuso.

Todos los músicos intervinientes están continuamente desubicados. Aun así, la Casandra de Elisabete Matos y el Corebo de Gabriele Viviani nos hacen sentir con enormes voces la tragedia de su amor imposible, y Eneas (Stephan Gould) no queda en absoluto empequeñecido por la maravillosa Dido de Daniela Barcellona, la gran triunfadora de la noche, que aún deja margen para que también se disfrute de la frescura del Ascanio de Oksana Shilova.

El coro, quizá mayor en número que nunca y en el que se individualiza como Sacerdote de Plutón al bajo Boni Carrillo, ha sido preparado nuevamente de manera excelente por Francisco Perales. apenas se le escapa un grito al final del acto III, el único momento en que la orquesta parece írsele Valeri Gergiev de las manos. ¡Qué manos, por cierto! En la derecha la muñeca marca, los dedos detallan; la izquierda queda para acentos y subrayados. Pero le basta un gesto mínimo, acaso una mirada, para mantener el orden y el equilibrio de cuanto se oye, desde la potente percusión hasta el Espectro de Héctor perfectamente cantado desde el fondo de la sala por Yuri Voriobov. Una sola escena, la de Andrómaca y Astianacte, le sale fallida, y porque el clarinetista acompaña su precioso sonido con un fraseo tan frío como lo que se ve sobre el escenario. El resto, magistral.