El sábado La 1 celebró los 25 años del rodaje de La Vaquilla. Junto a Cayetana Guillén Cuervo -ella es la Versión Española-, José Sacristán, Guillermo Montesinos y Santiago Ramos –soldados rojos en la historia- recordaron su estancia en la localidad zaragozana de Sos del Rey Católico donde se filmó la película.

Dejando al margen la constatada importancia del tándem Luis García Berlanga-Rafael Azcona, volver la vista atrás en materia cinematográfica puede darnos muy gratas sorpresas. Vivimos tiempos en los que sobrevalora lo nuevo. Y en materia cinematográfica la sobrevaloración resulta ostensible: se hace, por lo general, peor cine que antes. O mejor dicho: se nos ofrece menos calidad cinematográfica que hace un cuarto de siglo.

¿Hasta qué punto se puede valorar un trabajo por la cantidad de dinero invertido? Pues hay quien lo valora en el caso de algunos filmes. ¿Son suficientes unos pretenciosos efectos especiales sobre una gran pantalla, con un sonido ensordecedor y, a veces, una molestas gafas para alcanzar la ilusión óptica de las tres dimensiones, para que salgamos satisfechos de la sala de proyección?

¿Cómo puede decirse que una película es buena si dura tres horas, cuando se podía haber dicho lo mismo en la mitad de tiempo? ¿Dónde ha quedado la capacidad de síntesis como característica de la magia del séptimo arte? ¿Se puede hablar de cine cuando la imagen apenas juega un papel secundario, otorgando todo su protagonismo a la palabra, cuando no palabrería y verborrea?

La Vaquilla, sin ser un producto industrial «made in Hollywood», es un ejemplo evidente de cómo realizar un cine que va más allá de su humilde condición de comedia para convertirse en una reflexión sobre una sociedad española en conflicto –su solución coral no es gratuita-, contada con sentido del humor y narrada al modo cinematográfico, con ritmo adecuado e imágenes solventes. Como observación relevante cabe recordar que aquí el plano-secuencia ocupa buena parte del montaje y facilita una concepción de reportaje periodístico.

El deuvedé me está permitiendo volver al cine en el que me crié –¡de cuatro a ocho películas semanales!-, al que ahora se denomina clásico, el cual cuenta cada vez con un mayor mercado. De ahí que, por imperativo filial, esté revisando la filmografía de Charles Chaplin, Buster Keaton y los Hermanos Marx. Cine viejo, en blanco y negro, mudo en ocasiones, pero con un elevado sentido cinematográfico, realizado con más inteligencia y arte que marketing.

Y es que el cine, amigos míos, ya no es lo que era, ¡qué se le va a hacer!

RAFA.PRATS@telefonica.net