Coproducido por el Gran Teatro de Ginebra y el Maggio Musicale Fiorentino, el montaje de Lucia de Lammermoor con que Les Arts ha iniciado el año se estrenó a finales del siglo pasado y ya ha pasado por varios teatros europeos, entre ellos el Teatro Real en noviembre de 2001, con gran éxito. En Valencia lo ha refrendado.

La del británico Graham Vick es una Lucia lúcida y lucida. Lo primero por la claridad con que expone fidedignamente el argumento. Lo segundo por la gracia con que, añadiendo matiz sobre matiz, va singularizando la interpretación sin molestar en lo más mínimo, más bien al contrario, potenciando la vertiente musical del espectáculo. Los figurines diseñados por Paul Brown son vistosos pero verosímiles. Para iluminarlos, en los dos primeros actos Nick Chelton recurre a una enorme luna llena que unos paneles móviles van descubriendo u ocultando en parte a fin de crear atmósferas imperceptible pero constantemente cambiantes. En el tercero cobran protagonismo exclusivo unas turbulencias turnerianas que, junto con los brezos y los árboles pelados y doblados por el viento, son casi omnipresentes. Se consigue una buena cantidad de bellísimos cuadros jugando ora con los colores, ora con las sombras. Los movimientos escénicos se producen con una lógica irreprochable. Lo único que faltó fue algo más de conocimientos de esgrima en los espadachines.

Si hermoso fue lo que se vio, qué decir de lo que se oyó. En la segunda de las siete funciones previstas, la orquesta, el coro y el director tardaron un poco en encontrarse, pero desde que lo hicieron hasta el final maravillaron. Karel Mark Chichon (Gibraltar, 1971) se confirmó como un gran concertador, dominador de velocidades e intensidades siempre a favor de las voces. El conjunto dirigido por Francisco Perales se implicó en la tragedia como un personaje más. Entre los instrumentistas no pueden pasar sin cita honorífica los solistas de flauta, clarinete y arpa, pero tampoco la tersura de los violines durante la firma del contrato nupcial o la sostenida consistencia de la sección de metales.

En el elenco vocal, los dos papeles estelares deslumbraron. La soprano georgiana Nino Machaidze supo sacar partido expresivo incluso a una cierta opacidad en el centro y el grave para componer una Lucia conmovedora por la sensibilidad con que manejó recursos belcantistas como el fraseo legato y la coloratura precisa para incrementar continuamente la sensación de desvalimiento ante la sucesión de acontecimientos que zarandean sus sentimientos. El tenor Francesco Meli revalidó con creces el triunfo obtenido como Don Ottavio en lo que hace tres años quedó del mismo escenario tras la avería en los motores de la tramoya: casi todos sus agudos los emitió con una redondez insuperable, y de nuevo resultó igual de asombrosa su capacidad para la regulación. El Enrico del barítono búlgaro Vladímir Stoyanov gustó también mucho, aunque más en los registros central y grave que en el alto. No rompió el equilibrio del reparto ninguno de los comprimarios, entre ellos el bajo brasileño Diógenes Randes, imponente Raimondo, y el tenor italiano Angelo Antonio Poli, que supo darle una rara enjundia vocal y escénica al sposino Arturo.

El triunfo fue absoluto y alcanzó a todos los participantes sin excepción alguna.