Estaba echando de menos los trabajos de J. R. Seguí en estas páginas, cuando aparece un artículo sobre la zarzuela. Unos trabajos que, pese a su brevedad, se constituyen en auténticos informes sobre una faceta concreta de nuestra cultura. Un periodismo muy profesional con unos acentos necesarios ahora y aquí. Por eso no olvida referirse a Eres y financiaciones.

Mi bautismo en la zarzuela fue siendo muy joven, de la mano de mi padre, aficionado al género, y gracias a una temporada llevada a cabo en el Teatro Apolo. Recuerdo que, en un palco, seguían el espectáculo el conocido periodista José Barberá y señora. Si la memoria no me falla, la cosa corrió a cargo de la compañía de Juan Navarro, un tenor de la tierra, que alguien me dijo que era de Burjassot. Recuerdo haber presenciado, entre otros títulos, Los gavilanes, Gigantes y cabezudos y Molinos de viento.

Siempre me atrajo la zarzuela, que muchos llaman género chico en plan peyorativo, supongo que con relación a la ópera, nada popular y muy engolada. El género chico es un subgénero de la propia zarzuela, una especie de opereta española. La distingue su brevedad y también el estar dirigida a un público más humilde. En todo caso, una y otra contaron con el concurso de los mejores músicos y escritores del ámbito.

Después de darme este paseo zarzuelístico, me encuentro en CaraLibro (los anglófilos le llaman Facebook) con una frase de Joan Miró, colgada por la viuda del pintor Salvador Victoria, mi amiga Marie Claire Decay: «Trato de aplicar colores como palabras que forman poemas, como notas que forman música».

A continuación, otro amigo, el escritor Rafael Coloma, expone una obra del estadounidense Clyfford Still, un óleo de gran formato, pintado en 1951, que pertenece a la colección del Reina Sofía y, contemplando su gran mancha azul, le ofrezco este comentario: «Cuando se deja hablar a la pintura surge el poema, surge la música». Y toda esta magia se produce si se sabe «aplicar colores como palabras».

Vocablos, literatura y filarmonía. Sabéis que, aunque leí varios ensayos sugerentes de Umberto Eco (La estructura ausente, La definición del arte), antes de que se hiciera novelista famoso (El nombre de la rosa, 1980), siempre me sentí discípulo de Gillo Dorfles que, a sus 103 años, todavía vive.

Si tengo que resumir mi preferencia hacia el autor de Las oscilaciones del gusto y El intervalo perdido, diré que siempre me interesé por su inclinación a relacionar todas las artes entre sí, porque, desde que empecé a entender algo del tema, descubrí que pintar es escribir, propiciar colores como palabras.

Dorfles manifestó en una entrevista que «la vanidad debería desaparecer o, al menos, disminuir con la madurez y la vejez, pero en mi caso, ha aumentado». Qué cosas, maestro, a mi me está pasando lo mismo. Con perdón.