Las películas de miedo, en las que tanto han insistido nuestros canales de televisión para celebrar la fiesta foránea, pueden quitar el sueño hasta cierto punto, pero nada tan implacable como la idea de la muerte.

De pequeño asalta el pensamiento que, de mayor, se siente con más fuerza, intuyendo su proximidad, cuando van desapareciendo los amigos y conocidos „escritores, músicos, actores, plásticos„ que, a lo largo de la vida, han conformado la escena en la que tú, incluso sentado en el patio de butacas, has sido protagonista.

La semana pasada me enteré del paro vital de José María Marín, uno de primeros amigos de Bejís, el pueblo en el que empecé a veranear cuando los bejiseros todavía no conocían el alcance de la palabra veraneante. Falleció José Ramón Cancer, al que conocí como fotógrafo con intenciones tardías de aprender Historia del Arte „carrera en la que se licenció„ y al que inicié en sus primeras lecturas de la especialidad. Dejó de existir Amparo Rivelles, cuyo apellido me hizo tenerla en cierta consideración.

Lo de estar a menudo solo y a veces atemorizado no son sensaciones exclusivas del que toma conciencia de su mortalidad, sino que también suele registrarlas quien intenta luchar para no ser absorbido por la tribu. Lo dijo Nietzsche y el filósofo señala que «sin embargo, ningún precio es demasiado alto por el gran privilegio de ser uno mismo». Esto viene al caso porque es ahora cuando me doy cuenta de la importancia de no ser excesivamente gregario y del beneficio que produce esta situación.

Las cosas se ven de otro modo. ¡Ahí es nada, estar de acuerdo con uno mismo! La visión del final del recorrido se contempla placentera. Inquieta „eso, sí„ porque, con tanto que se ha avanzado en todos los órdenes, la sociedad camine con los problemas mentales de siempre, con las carencias morales de origen. Seguimos en el Paraíso Terrenal, donde esperamos que alguien nos saque de la crisis, sin haberla sabido aprovechar para alcanzar una regeneración global. Algunos la utilizan para estudiar inglés.

«¡Muera la intelectualidad traidora! ¡Viva la muerte!». Famoso grito del general Millán-Astray. Serrano Súñer modificó un poco el discurso: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!». Pemán, en plan pacificador, exclama: «¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!».

No os preocupéis demasiado de estos juegos de palabras. Quizá volver la vista atrás conduzca a una reinterpretación histórica que podría tener su relación con algún aspecto del presente, en que tan vilipendiada se encuentra la intelectualidad. Quien fomentó todo este galimatías, escribió un mes antes de su muerte: «Y aquí está mi pobre España, se está desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo»€ Pero no os calentéis la cabeza. A fin de cuentas, Unamuno murió „como escribió Antonio Machado„ «contra sí mismo». Que es como, normalmente, se debe morir.