Eramos pocos y parió el jeque. En plena guerra audiovisual del fútbol, salta el señorito qatarí dueño del Málaga y dice que de negociar conjuntamente con los restantes clubs los derechos de televisión, nada de nada. Que él va por libre y contrata con quien le plazca, o sea, con aquel que más le pague. Al Jazeera a la vista.

Lo bien cierto es que no hay un momento de paz para la LFP. Primero fueron Rubiales y sus huestes -nada descamisadas, por cierto- quienes pusieron en jaque a la patronal. Ahora es Del Nido el que acaudilla una facción rebelde de clubs, invocando para ello a la Revolución Francesa, cuando, dado el talante más bien derechón del presidente del Sevilla, debería aclamarse a la revolución nacionalsindicalista, que ya le gustaría a él. Así que, ni para repartirse la pasta, son capaces los presidentes de ponerse de acuerdo.

Nos quejamos de la UE, pero lo de la LFP es peor: no hay manera de que los clubs, como les pasa a los Veintisiete, apeen sus egos y deleguen en una autoridad única común. Cada cual va a su aire y trata de salvarse a sí mismo; el resto, allá se las componga. Se equivocan, porque, o salen a flote conjuntamente, o se van a pique todos. Pero, más que una integración de esfuerzos y objetivos, la LFP es una acumulación de intereses diversos, una yuxtaposición de caprichos particulares. La LFP no es un organismo rector del fútbol, ni siquiera un ente que represente a la patronal. Por no servir, al parecer no sirve ni para acoger en sus confortables salones, la reunión de un grupo de sus integrantes -aunque sean críticos con el mando dominante- que trata de plan-tear una alternativa al actual sistema de reparto del dinero de las televisiones. Eso de citarse en Sevilla, como si temieran ser espiados por los jefes, suena un tanto infantil.