Albricias! La brecha abierta en lo alto de la clasificación entre el Madrid y el Barça —y no digamos con respecto al Valencia— es un sedante para la situación del país, una válvula de escape para la insoportable presión a la que estaba sometida media España por parte de la otra media. (Siempre, las dos, dándose por el saco. Ya lo constató Machado). Ni riesgo y su frívola prima, ni «frau» Merkel, ni los enigmáticos mercados nos han agobiado tanto como lo ha venido haciendo, últimamente, la situación del Madrid y de su entrenador.

Cada aterrizaje del Barça en el Bernabéu provoca consecuencias insospechadas. Como si se tratara de una bomba de racimo, sus efectos se extienden más allá de la mera derrota deportiva. El último repaso fue de tal magnitud que no lo mitigó ni la buena imagen ofrecida en el Camp Nou por la tropa de Mourinho. Al contrario: la desesperación subió de grado. Si el mejor Madrid del año sólo es capaz de empatar con el peor Barça de la temporada, ¿qué pasará si se invierten los términos? Al madridismo le va a costar superar ese trauma. De hecho, la cátedra futbolera, dolida en lo más sensible de su intimidad vikinga, la ha emprendido, furiosa, con Mourinho, al que ha convertido en el pim-pam-pum de todas sus iras. Despotrican del portugués desde el resentimiento del hincha que llevan dentro, aunque aparenten realizar fríos análisis. Peroran encolerizados por mucho que simulen distanciamiento.

La frustración se había ido acumulando, por lo que ésta cómoda ventaja adquirida en la Liga —ojo, no es definitiva, y quien diga lo contrario expresa más un deseo que una realidad— debe servir para que se sosieguen y dejen de darnos la tabarra a los demás con sus cuitas madridistas. Los pesares del Madrid son siempre invasivos y sus quebrantos han de ser obligatoriamente compartidos por el resto de los buenos españoles. Mientras, la «culerada» sonríe con disimulo. ¿Por qué su alegría resulta casi clandestina? Debe ser cosa de los autoproclamados medios de comunicación nacionales, que imponen su visión monocolor de la vida... y del fútbol. Como si todos fuéramos iguales y vistiéramos el mismo uniforme. Blanco, por supuesto.