­Amparo Tortosa

Una década después del 11-S no podríamos estar haciendo mejor balance de la evolución global de la organización Al Qaeda. Si bien con aquellos atentados tuvo un momento álgido que le permitió afianzarse, cometiendo subsiguientes atentados contra intereses occidentales en el mundo, y contra los propios musulmanes en su propio suelo, hoy se encuentra más debilitada que hace una década debido a varios factores. En primer lugar, porque tras el 11-S se ha consolidado una cooperación antiterrorista internacional que ha contribuido a mermar sus capacidades operativas, financieras y propagandísticas significativamente.

Más allá de esto, la misma organización ha estigmatizado al mundo árabe-musulmán en la retórica que suele acompañar a sus acciones, y el hecho de que contabilice más muertos musulmanes que occidentales, la ha llevado al desprestigio dentro de su propio hábitat. La desaparición de un líder como Ben Laden, un gran estratega que supo aprovechar los tiempos y fue visionario para la diseminación de la yihad a escala global, acelerará su declive, puesto que será imposible reemplazarle por alguien de esas mismas características e influencia.

Continuará a corto y medio plazo tratando de golpearnos, pero más limitada en oportunidades y en capacidades para cometer los atentados masivos que desplegó en sus albores, añadido a la pérdida del liderazgo carismático y de apoyos entre los propios musulmanes, tan castigados por su impronta. A largo plazo, su futuro es de una difícil supervivencia en el contexto de las revoluciones árabes. Cuando Ben Laden creó su sistema de delegaciones regionales a escala mundial: AQ en Mesopotamia, en la Penínsla Arábica, en el Magreb, en el Sahel, en el sudeste asiático, en el centro asiático; tenía unas condiciones históricas favorables que hoy ya no le acompañan (fundamentalmente por el nuevo contexto de democratización del mundo árabe-musulmán).

Ante un panorama democratizador, la caída de Siria, y el mayor aislamiento en el que quedarán otros países patrocinadores del terrorismo, tiene un futuro de difícil supervivencia o cuanto menos para quedar reducida a algo marginal a largo plazo. AQ no podrá competir con las revoluciones árabes. El islamismo se encuentra en una etapa crucial hacia una integración más plena en la política, en fase de definición y transformaciones, tras haber ocupado Al Qaeda el vacío político que éste dejó desde los años setenta, fundamentalmente por haber sido reprimido por los regímenes que ahora están cayendo. Este mismo islamismo está haciendo esfuerzos por sacudirse el estigma del terrorismo, en muchos casos enemigos de AQ, y tiene ante sí una oportunidad inmejorable para afianzarse en la política y participar en las instituciones democráticas que brinda la primavera árabe. Sería, sin duda, un modo de marginar a AQ desde el mismo islamismo.

Como cualquier grupo maleante, AQ podría intentar aprovechar la fase transitoria de vacío de poder que están generando las rupturas con los regímenes y su estatus interino, pero a largo plazo no tendrá habitat frente a un panorama de democratización del mundo árabe-musulmán, si se logra instaurar con éxito sistemas democráticos, lo que por otro lado representaría un deseado hito que muchos en Occidente nunca hubieran imaginado. La imperiosa necesidad de poner un orden institucional que haga avanzar a los países que están brotando, de conducirles al desarrollo, pasa ineludiblemente por adoptar el sistema democrático y no tiene vuelta a atrás, algo por lo que está la mayoría de la población.

No hay que olvidar que las revoluciones están teniendo éxito porque las hacen la clase media, sectores populares y jóvenes (un 65% de la población árabe), a las que luego se agregaron los islamistas, que al haber sido reprimidos bajo esos regímenes podrían sacar ventajas electorales ante los primeros comicios convocados. La mejor manera de reactivar su maltrecha economía es la senda democrática, y ni el extremismo, ni mucho menos Al Qaeda representan una solución a tamaños problemas.

Ni AQ ni el extremismo pueden introducir las mejoras que estos países necesitan para recuperar sus economías más que el propio sistema democrático y la apertura al exterior. Son problemas generalizados que afectan a toda la población y que interfieren con la crisis económica mundial a algunos niveles, y AQ no es vista como la solución por unos jóvenes (mayoría demográfica) que quieren estudiar, ir en moto, manejarse por internet, tener sus móviles y unas oportunidades dignas de vida.

AQ no tiene nada que hacer frente a toda esta sociedad civil emergente.

Frente a un panorama generalizado democratizador, de las crisis económicas, alimentarias y de tiranías que sacuden el nuevo mundo al que nos enfretamos, la organización AQ quedará engullida por la magnitud y la abrumadora fuerza de los acontecimientos presentes. Seguirá trazando intentos, pero sin duda alguna más limitados en su vertebración geográfica y estructural (más locales y más dependientes de internet), y más limitada en capacidades que antaño. No por ello occidente, y los propios países musulmanes, deben dejar de realizar esfuerzos por combatir el fenómeno de la radicalización islamista en el seno de sus sociedades.