Dicen que los mejores alcornocales del Espadán están en Almedíjar, que es nuestro punto de llegada desde Aín, a través del barranco Almanzor, y el punto de partida para otro exquisito bocado de bosque de frondosas: la Mosquera. Al Espadán se llega por Segorbe o desde la A-7, a través de Artana y Eslida. Al atardecer, los alcornocales tienen pujos de selva amazónica.

En funciones de guía indígena, Joaquín maneja su musculado 4x4 con la misma alegría que un adolescente el monopatín. El bosque de alcornoques tiene musgo y ocultas maceraciones, barbas de helecho y arroyos, berros y violetas. A los alcornoques trepan las madreselvas y en los bloques de rodena se enreda la hiedra. Corazón druida. Al volver a casa, en la tele echan la segunda parte de El señor de los anillos: los Ents volverán a patrullar la tierra de los hombres cada vez que los últimos baluartes se vean amenazados por un crepúsculo de lobos negros y escudos rotos.

Por otra parte, hay que ver cómo los domingos convierten estos bosques sagrados en un parque temático. La fiebre colorines de los ciclistas; el esmorzaret en el bar de la cooperativa San Ambrosio de Aín; los excursionistas en grupos de seis, de doce, de cincuenta, que descienden por las primeras pendientes del Almanzor en compañía de sus perros o en grupo familiar. Los chuchos disfrutan. Aín es muy coqueto, curvo, vuelto sobre sí mismo, blanco y azul, gatuno. Me encanta. Mientras ascendemos, el brezo se graniza de blanco y se abre la flor de la jara, de corazón naranja y corola violeta. Como es una sierra tan fragorosa, los almendros van cada uno a lo suyo, según recursos y orientación, unos muy atrasados; otros, lo contrario. Sorprende que de muy pequeña la almendra ya sea almendra: como una gota de gelatina encerrada en una cápsula de terciopelo verde.

Nos hacemos fotos en La Castañera, un castaño con más brazos que un candelabro judío. Caminamos sobre la senda de los corcheros, un camino para personas y asnos, bajo el cual palpita la conducción del agua, que a veces discurre sobre un buen muro de piedra para salvar los desniveles. La penúltima vez que se sublevaron los moriscos de esta tierra, el césar Carlos tuvo que enviar a tres mil lansquenetes a sofocarla. A los indígenas de uno y otro lado se nos daba mucho mejor la poesía y la música.

Joaquín nos enseña que el corcho que nunca ha sido cortado es irregular, con surcos y abolladuras, el significado de iniciales y claves numéricas de las distintas sacas. El color evolutivo de los troncos desnudos, del colorado al marrón. Dicen que los franceses (o los catalanes) han comprado la fábrica de tapones. El corcho abrigaba el botijo de agua fresca (la de Almedíjar se embotella), era aislante en las carboneras y aún lo es en el restaurante, cuando nos sirven la carne a la piedra.