El Gobierno español fue algo renuente al liderazgo absoluto de Maragall en la operación olímpica. En el PSOE no acababan de fiarse de aquel alcalde heterodoxo que parecía formado en otra galaxia –"Maragall no es socialista, siempre ha sido un burgués nacionalista", palabras de José Bono–, y González, más atento al movimiento de las cosas que a la definición de estas, no quería tener una mala relación con Pujol. Se sabía en el ocaso de la mayoría absoluta y necesitaba contar con futuros aliados.

Sin necesidad de asistir a la clausura, González sabía que el éxito de los Juegos de Barcelona era el éxito de Maragall y que ello aportaba una sustantiva novedad al tablero político español: por primera vez desde el regreso de Tarradellas del exilio, la izquierda catalana contaba con un candidato potencialmente capaz de derrotar a Jordi Pujol y de modificar el equilibrio de fuerzas general.

La inauguración fue un éxito absoluto. La ausencia de un superhéroe deportivo en Barcelona´92 dio más realce a la ciudad. El gran protagonista de aquellos Juegos Olímpicos fue Barcelona y el mensaje que lanzaba al mundo: una España joven y moderna, europea, reconciliada consigo misma y aparentemente capaz de competir en los nuevos estratos de la modernidad.

El impacto fue extraordinariamente positivo y los resultados no se hicieron esperar. Barcelona se había consagrado como la ciudad europea interesante que las clases medias un poco culturizadas de los países desarrollados debían visitar: Gaudí, el modernismo, el gótico (y el falso gótico), el mar –sobre todo el mar– y la liberalidad mediterránea. La ciudad cool. La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza. La ciudad de la que se enamoraron los jóvenes italianos. La de los erasmus –sin que la lengua catalana supusiese un freno– y, también, para algunos, la ciudad de la borrachera fácil y de las prostitutas en la Rambla. Una Holanda del sur. Un excelente lugar para vivir y trabajar cuando Europa iba bien.

Veinte años después, en medio de una crisis económica de difícil solución, el recuerdo del 92 puede inducir fácilmente a la nostalgia. Mirémoslo de otra manera. Sin los Juegos, sin los Juegos municipalizados, Barcelona sería hoy una ciudad mercantil deprimida. Una Génova grandota, atrapada por sus contradicciones internas.

Barcelona protagonizó el acontecimiento internacional de mayor prestigio que ha vivido España en la modernidad y se inscribió en la nueva dinámica del mundo, reforzando la singularidad catalana.

En una España inquietantemente arruinada, Barcelona es uno de los grandes municipios menos endeudados. Catalunya sobrevivirá como nacionalidad europea gracias a Barcelona. Y España no podrá salir de la crisis sin una inteligente concertación de esfuerzos entre Madrid y Barcelona.