El pasado 15 de octubre, las Cortes Generales españolas aprobaron la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Por la abrumadora mayoría de 317 votos a favor y la testimonial oposición de 11 votos en contra, su artículo 23.4, que recoge el llamado principio de justicia universal, fue reformado. Este principio habilita a nuestros tribunales a conocer de determinados crímenes con independencia de quien los haya perpetrado, contra quienes hayan sido cometidos y el lugar en el que se hayan cometido.

El ejercicio de la justicia universal ha llevado a los tribunales españoles a conocer de más de una docena de casos, algunos de los cuales se caracterizan por la implicación de dirigentes de países como China, Marruecos, Ruanda o Guatemala, circunstancia ésta que ha generado no pocos conflictos diplomáticos para nuestro país. Sin embargo, la causa abierta contra siete militares israelíes –entre ellos un ex ministro de Defensa– y la consiguiente reacción de las autoridades de Israel han acabado forzando al Gobierno español a limitar la justicia universal, sometiéndola a una serie de exigencias. Ahora bien, el cambio legislativo realizado, ¿permite seguir afirmando la vigencia del principio de justicia universal, o bien éste ha sido decapitado?

El principio de justicia universal encuentra su fundamento en la necesidad de evitar la impunidad de los responsables de crímenes que por su gravedad nos conciernen a todos. Esta naturaleza especial justifica la intervención de los tribunales internos de cualquier Estado. Y así se encontraba concebido en la legislación española. Sin embargo, nuestro Ejecutivo ha aprovechado subrepticiamente la tramitación de la Ley de Reforma de la Legislación Procesal para la Implantación de la Nueva Oficina Judicial, con el fin de redefinir el principio de justicia universal, introduciendo en él cambios que han terminado desvirtuándolo. Así, la exigencia de que las víctimas de los crímenes en cuestión sean españolas o de que exista algún tipo de conexión con nuestro país, no resulta muy conciliador con la universalidad que caracteriza a este principio jurisdiccional. Tampoco lo son –aunque pueden estar justificados desde un punto de vista procesal– la necesidad de que los responsables de tales crímenes se encuentren en España o que ningún procedimiento judicial se haya incoado en el exterior; condición esta última que debe cumplirse –según indica la reforma legislativa– en «todo caso».

Tal y como advertimos en las páginas de este mismo periódico (ver: «La justicia internacional, ¿quo vadis?» Levante-EMV de 25 de mayo de 2009, página 4), la verdadera justicia internacional depende del compromiso de cada uno de los Estados y de la colaboración que pueda realizarse entre éstos. Las importantes limitaciones que pesan sobre los tribunales internacionales existentes –inclusive la recientemente creada Corte Penal Internacional– sólo permiten confirmar la advertencia anterior. Cada vez que un Estado obstaculiza el ejercicio de la justicia universal, sólo contribuye con ello a favorecer la impunidad; y nuestro Gobierno ha preferido, ante este cometido, dar un paso atrás. No obstante, el Ejecutivo español, en su propuesta, no ha podido evitar el derecho internacional, reconociendo expresamente que las nuevas condiciones introducidas en la reforma legislativa respecto del principio de justicia universal se aplicarán «sin perjuicio de lo que pudieran disponer los tratados y convenios internacionales suscritos por España» (el entrecomillado es nuestro). Si estos instrumentos internacionales no recogen en su articulado las exigencias que ahora se incorporan a la legislación interna, el juez español podría sortearlas de conformidad con esta normativa internacional… Quizás sea pronto aún para entonar el réquiem por el principio de justicia universal. Sin duda alguna, esta institución jurídica ha sido herida, pero los jueces españoles, si saben interpretar correctamente el derecho internacional, podrían darle larga vida.

?Profesor del Departamento de Derecho Internacional de la Universitat de València