Está a punto de cumplirse una década desde que 192 países se comprometieron, en la Cumbre del Milenio de septiembre de 2000 en Nueva York, a reducir de manera sustancial la pobreza en los países en desarrollo. Pese a la llamada Agenda de Desarrollo del Milenio, que fue adoptada entonces, alcanzar dicha meta sigue siendo bastante incierto para una buena parte de esos países. En la Declaración del Milenio, surgida de dicha cumbre, y en otras declaraciones posteriores, la comunidad internacional se mostró decidida a mejorar las condiciones económicas y políticas de la humanidad como parte del derecho de todos al desarrollo humano. La profunda crisis económica internacional que seguimos padeciendo, aunque comienza a remontarse en determinados países, ha introducido nuevos factores de riesgo para el cumplimiento de los objetivos de aquella agenda. ¿Cómo avanzar de manera adecuada en la dirección de reconocer como una exigencia ética y política el derecho al desarrollo humano?

El octavo congreso de la Asociación Internacional de Ética del Desarrollo, que se celebrará en Valencia del 2 al 4 de diciembre, puede aportar respuestas significativas a esa pregunta. El punto de partida de este congreso es la convicción de que el desarrollo humano sólo puede alcanzarse si los Estados y sus instituciones públicas, la sociedad civil y los propios ciudadanos asumen las responsabilidades que les corresponden al respecto.

La experiencia muestra que es posible que un país alcance mayores niveles de bienestar y democracia a lo largo del tiempo, pero para ello se ha de acometer un esfuerzo transformador imprescindible por parte de unos y de otros. Se han de movilizar las capacidades y los recursos necesarios, desde la voluntad política y la adecuación de las instituciones, hasta la activación de iniciativas económicas y la captación de recursos financieros. Evidentemente, para lo bueno y para lo malo, la principal responsabilidad en la tarea del desarrollo se sitúa en el interior de cada país (que tiene el derecho y la obligación de definir su propio destino y modelo de desarrollo), lo que no exime del interés, necesidad política y responsabilidad ética que los países más avanzados tienen de cooperar con los otros países y apoyar su desarrollo sostenible.

Ahondar en la relación entre ética y desarrollo no es algo que corresponda sólo a los filósofos, a los políticos o a los economistas, sino también a los ciudadanos. Como muestra la explosión cívica en nuestro país, que tanto ha apoyado las ideas de las ONG de desarrollo (y especialmente el movimiento del 0,7%), aquí se ha elevado bastante la sensibilidad ética de los ciudadanos a favor del desarrollo económico y político de los países menos avanzados.

Ahora bien, esta preocupación ética por el desarrollo debe de ejercitarse no sólo con la mirada puesta en esos países que necesitan de nuestro compromiso, sino también respecto a su presencia entre nosotros a través de la inmigración. Es imperativo, en ese sentido, explorar cómo equilibrar mejor los intereses aparentemente contrapuestos de, por un lado, el apoyo a la integración de los inmigrantes, el respeto sin temor a sus prácticas culturales y religiosas, la defensa de sus derechos políticos y sociales, y la persecución de quienes los explotan; y, por otro lado, la frecuente alarma por sus impactos sobre el tejido social, los mercados de trabajo y los servicios públicos, así como la lógica exigencia de la sociedad que los acoge de que se respeten sus leyes y principios éticos.