La coyuntura económica ha cambiado. Nadie negará que existe una profunda quiebra social que en algunos países europeos ha explotado ya. Hay quien se empeña en seguir con la política a golpe de evento, mientras se recortan sueldos de funcionarios, y se retira hasta un 30% de los presupuestos que fueron aprobados solemnemente y con bombo y platillo en Cultura o en Fomento. No es un síntoma de realismo o de sensatez.

La sociedad producía la fiesta orgánicamente con el biorritmo de la producción, como herencia ancestral, fuera la del Corpus o las Fallas. Ahora necesita que sean celebraciones homologadas y mediante franquicia. Hemos gozado, por decirlo así, de algunos grandes eventos, saldados con éxito de público, la primera Copa del América (la 32 edición, según creo). O la visita del Papa en loor de multitud. Luego, todo se desinfló, como si la magia ya no hiciera efecto.

La sociedad se ha acostumbrado a esta fiesta introducida desde fuera. El cuerpo social la necesita como una droga, cada vez demanda una dosis mayor. Acabará, como adicto, precisando un tratamiento con el sucedáneo, o la metadona. Es una enfermedad.

¿Cuál es el coste? Las cuentas no se conocen, con una excusa o con otra. Cuando no, se remite a que hay empresas privadas de por medio. En otras ocasiones, es algo tan opaco que en las Corts no hay manera de entregarlas. Si esas empresas no tienen los resultados esperados, la Generalitat o el Ayuntamiento de Valencia apoquinan. Y las fundaciones que hacen de mampara reciben una nueva derrama de millones. El evento es un virus y lo pervierte todo, la política deviene show, el espectáculo se convierte en el núcleo duro de la política, intocable, las cuentas se convierten en un misterio bufo. No estamos contra el evento, sino contra el chanchullo. Que no nos tomen el pelo los listos de turno.

Seguimos empeñados en la política de escaparate, iniciada hace ya más de 25 años con el eslogan «que no falte ná». A izquierda y derecha, éste es el espíritu que ha dominado durante una época de vacas gordas. Tuvimos la Expo de Sevilla, el Fórum de Barcelona, la Bienal de las Artes, el III Milenio, las bendiciones papales en la Ciutat de les Arts, la noche de la música ramplona de la MTV, las regatas desinfladas del pasado año en la dársena, y de nuevo la F1, a mayor gloria de Ecclestone, ese Mr. Marshall de quien esperan lo que no da, pero sí se lleva. Y es que el evento siempre se lleva más de lo que trae. A pesar de que asistan 86.000 espectadores.

Esta martingala de los eventos tiene la excusa de «proyectar Valencia» para atraer el turismo. Los números indicaban lo contrario, y algunos hoteles, crecidos al amparo de estas promesas, han cerrado y otros ofrecen sus servicios a precio de dos estrellas menos. En esta edición de la F-1 hay quien asegura que los hoteles de cuatro y cinco estrellas estaban llenos (10.000 plazas). Antes de la crisis bancaria y previo al desplome del empleo, había un millón más de visitantes. El ramo de la hostelería ha hecho cuentas, ha previsto ganancias menguantes, y empuja para que Valencia sea un foco de atención. Hay que empeñarse. Todo lo trajo la misma oleada y todo parecer ser arrastrado por el mismo reflujo.

Por mucho que el mundo y la política hayan cambiado en tres años, da la sensación de que todo sigue igual, que los criterios son inamovibles, que los medios son los mismos, que los objetivos no se rectifican. Es muy difícil rectificar; es de sabios, dicen. Todo sigue a golpe de evento. Los eventos

—F-1, Copa del América— tienen bula; algunos, claro está, como la visita de Benedicto XVI, indulgencia plenaria. Y, al mismo tiempo, se recorta de lo más necesario y lo paga el trabajador/consumidor, la parte que sufre la historia y ahora el evento, su engendro. El evento es la cultura dominante para el que más puede. Es la miseria cultural del siglo XXI.