Tal como se esperaba, la huelga general del pasado 29-S ha tenido dos consecuencias: no cambiará la reforma laboral aprobada por el Gobierno de Zapatero y ha servido para salvar la cara tanto a éste como a los sindicatos (tras pactos previos entre las partes, presuntamente enfrentadas, para no hacerse demasiado daño).

Pero, a diferencia de huelgas anteriores (donde las centrales modificaron el rumbo de líderes más sólidos que Zapatero, como González y Aznar), el resultado es frustrante para ambos bandos… porque cambiar la realidad laboral y económica del país ya no depende de ellos. Desde la tormenta de la deuda de mayo (que está lejos de estar controlada, tal como demuestra el empeoramiento reciente de Portugal e Irlanda), el Gobierno español está sometido a la vigilancia de los especuladores (ahora, inversores, desde que ZP se reuniera con ellos en Nueva York) y a las directrices de austeridad impuestas por Angela Merkel (dispuesta a que los países díscolos paguen las deudas contraídas durante los años en que «íbamos a superar a Alemania en renta per cápita», como auguraba en 2007 nuestro insigne presidente). Y deberá perseverar en el mismo camino (tal como veremos en la reforma de pensiones), lo que ha deprimido y desorientado a su base electoral, que no reconoce al Zapatero postmayo.

La situación no es menos preocupante para los sindicatos: ha sido el paro menos seguido de los últimos 30 años (se ha reflejado que sólo tienen apoyo en ciertos sectores de la industria —muy disminuidos por la crisis—, el transporte y, en menor medida, la enseñanza). En una sociedad de servicios, desagregada y atomizada y en la que parece tender todo a menos, mal futuro tiene la retórica del compañeros y compañeras.