En una entrevista realizada por Bruce Chatwin en 1974, André Malraux afirmaba: «Sólo han existido dos países y es extraordinario que solamente hayan sido dos, los que han sido capaces de crear una palabra para designar al hombre ejemplar. Atención. No hablo de aristocracia, hablo del "caballero español" y el "gentleman inglés"». El caballero español nació de la unidad entre caballería y cristiandad. Se forjó a través de los siglos de la reconquista y de la conquista americana. Era defensor de una causa, del vivir y morir por la fe. La búsqueda de la pureza y de la perfección eran sus razones para vivir. Forjó su carácter entre el sueño y la amargura. Construyó sus mitos con el Cid, Quijote y Sancho, el teatro de Lope y el mito de Don Juan. Fue evocado en los lienzos de Zurbarán, Velázquez, y el Greco.

¿Qué fue del caballero cuando su mundo desapareció? Quedó el ensimismamiento, la petrificación de su mirada de cristiano viejo y la obsesiva búsqueda de «traidores» por medio de la Inquisición. Sus últimos reflejos fueron evocados por la Generación del 98 y más tarde fue rememorado por el cine de Berlanga y los guiones de Azcona. ¿Dónde fueron aquella grandeza, el arrojo, la temeridad y la altivez? ¿Qué queda de sus pálpitos, de su carácter enérgico y tenaz? ¿Acaso la reaparición de los viejos hombres de partido no nos lo evoca todavía? Una generación sustituida por otra en el partido del gobierno. Caballero de la mano en el pecho para evitar la catástrofe, a la búsqueda de un argumentario perdido. ¿Cómo rectificar sin abominar del camino emprendido desde agosto del 2008? ¿Es un camino hacia la melancolía o simplemente se trata de preparar el relato de oposición para después del 27N?

El gentleman era un caballero exquisito en elegancia y educación. Combinó la voluntad y la dignidad con la virtud y la razón, el pragmatismo con la individualidad y cristalizó alrededor del «Tratado sobre la educación», de John Locke. Asistimos a su final con la desaparición de los últimos héroes de la segunda guerra mundial y con el fin de sus grandes viajeros. Martin Amis ya definió este proceso al sostener que: «Pienso que pertenezco a una generación que busca escapar de ese carácter inglés. Siempre ha existido la tipología del inglés que tiene que marcharse de Inglaterra muy pronto para evitar ser aplastado con su propia familia, por las convenciones que caracterizan su posición social y, así, los ingleses actualmente han conseguido sustraerse de Inglaterra; todos lo hacemos».

No son estos buenos tiempos para la búsqueda del hombre ejemplar, pero los valores universales, la manera de vivir de los últimos viajeros y tal vez la renovación de la clase política inglesa en los últimos años tengan algo que ver con esa realidad de versatilidad y cosmopolitismo. Bruce Chatwin murió en Niza en 1989 y el 14 de febrero tuvo lugar un oficio en su memoria en una iglesia ortodoxa griega al oeste de Londres, con la presencia de Salman Rushdie, Paul Theroux y Martin Amis. Sus cenizas fueron depositadas en una capilla bizantina, cerca de Kardamyli, el hogar griego de su mentor Patrick Leigh Fermor. En ese funeral Salman Rushdie conoció la fatwa lanzada contra él por Jomeini. «A pesar de todos sus esfuerzos por no ser inglés, Chatwin vivió de un modo radicalmente inglés; en el extranjero, rodeado de secretos, resistiendo», en palabras de su excelente biógrafo Nicholas Shakespeare.

Patrick Leigh Fermor fue condecorado por sus acciones en Creta contra el ocupante nazi y de ahí procede la anécdota de recitar la oda de Horacio a medias con el comandante alemán. El pasado 16 de junio se realizó su funeral en Dumbleton. En él, Colin Thubron leyó «El jardín de Cyrus», de sir Thomas Browne acerca de las cinco puertas del conocimiento. «Se resuelve caminando», le había dicho Patty a Chatwin una tarde que paseaban bajo los olivos griegos. En su hogar de Kardamyli (el hogar de las nereidas) había escrito gran parte de su obra. Sus libros sobre Grecia: «Nani» y «Roumeli». La descripción de su aventura de juventud recorriendo a pie un mundo desaparecido entre Holanda y Estambul en: «El tiempo de los regalos» y «Entre los bosques y el agua».

Chatwin escribió «Los trazos de la canción» en la casa de Patrick, al sur del Peloponeso. En «¿Qué hago yo aquí?» evoca también su amistad con Werner Herzog diciendo: «Era también la única persona con la que pude mantener una conversación sobre lo que podemos llamar el aspecto sacramental del paseo. Ambos compartíamos la idea de que el paseo no sólo es terapéutico en sí, sino que es una actitud poética que puede curar al mundo de sus males».