Proliferan, en los desahucios por impago de hipoteca, unos cartelitos inocentísimos ­–si quienes los exhiben están convencidos del enunciado–, o capciosísimos –si están haciéndose los tontos para dar como sea vislumbres robinhoodianas a su acción–, que rezan así: «bancos usureros». Ni artículo ni verbo: puro laconismo revolucionario que no pasa, ni siquiera en la eventualidad capciosa, de perogrullada ridícula y sandez monumental. Porque decir «bancos usureros» no es añadir un epíteto afrentoso, sino un sinónimo.

A nadie se le oculta –salvo en la eventualidad cándida– que los bancos de hoy son tan usureros como los prestamistas medievales; que son, en realidad, usureros venidos a más, con oficinas, ordenadores, aire acondicionado y empleados que urden estrategias destinadas a entrampar al vecindario. No han disimulado nunca su calaña. Muy al contrario: suelen ponerla exageradamente de manifiesto cuando alguien solicita un préstamo, entregando al incauto pedigüeño mil papeles que declaran y reiteran la naturaleza del bien suministrado ­–dinero contante y sonante–, y en que deben consignarse los nombres de otros incautos que se comprometen ante la ley a pagar la deuda, junto con los intereses, en caso de que aquél no pudiese hacerlo. El incauto, sin estar seguro de que tendrá el mismo salario durante los cinco lustros o más que durará el pago, firma todos y cada uno de semejantes papelotes ante la codiciosa mirada del testaferro, y se marcha ufano a comprar eso que tanto anhela y que tan lejos está de sus posibilidades económicas.

Es evidente que las vacas flacas llegaron aquí en el peor momento: justo cuando el español medio clavaba las uñas en el espejismo del bienestar. Un espejismo corporeizado a fuerza de préstamos y, por tanto, más irreal que nunca; pero tan hermoso que resultaba dificilísimo renunciar a la ilusión. Y el banco, tentador, carroñero, la utilizó para meter «clientes» en el morral. Es el procedimiento acostumbrado, el de siempre, y por eso la usura no es admisible como argumento contra el desahucio. Esto, sin embargo, no es una defensa de los bancos y los desahucios. Esto es un sencillo alegato en favor de los justos términos y de la propiedad semántica; una manifestación de sospecha frente a los que llaman usureros a los usureros y exigen —a sabiendas de que un banco presta billetes, y no casas o coches— que la «dación» sea pago: esos —perroflautas, neohippies, okupas y demás ralea pícara y desaliñada— que, habiendo accedido al ejercicio permanente gracias al movimiento 15-M, se han autoproclamado valedores de los desahuciados.

Puede que a los morosos les venga bien el sarro del 15-M para capear quebrantos pecuniarios; y que al sarro del 15-M le vengan bien los morosos para continuar su indignación fácil; pero nadie tiene derecho a pervertir el idioma y la realidad con el único propósito de salirse con la suya.