Leo estos días en un diario de tirada nacional una crónica de un superviviente de las inundaciones de Badajoz, en noviembre de 1997. En ese trágico episodio fallecieron 23 personas y más de mil viviendas quedaron inundadas. Un barrio de gente humilde, el Cerro de los Ángeles, situado en la confluencia de dos arroyos, fue arrasado por una tromba de agua que descargó torrencialmente de madrugada el 6 de noviembre. Fue uno de los sucesos de inundación más dramáticos, junto al desastre del camping de Biescas, en el último decenio del pasado siglo. Catorce años después que aquella noche infernal una mujer sigue todavía desaparecida. El agua de crecida llego hasta los primeros pisos de las viviendas. Mucha gente murió ahogada dentro de sus casas. No pudieron escapar a las azoteas porque al tratarse de viviendas de una sola planta no había acceso a ninguna salida en la parte superior de las mismas. Muebles, coches, ropa, circulaban sin control por las calles de aquella barriada. La gente se aferraba a lo que encontraba a mano para resistir a la fuerza del agua. Una vaguada profunda de aire polar, que desencadenó una elevada inestabilidad sobre el suroeste peninsular, fue la causa última de aquel desastre. La crecida relámpago de los arroyos Rivilla y Calamón resultó realmente mortífera. Este suceso junto a los ocurridos en Biescas (agosto 1996) y Alicante (septiembre 1997) motivaron la creación de una comisión especial sobre desastre naturales en el Senado que elevó una serie de conclusiones orientadas a la reducción de los riesgos naturales en nuestro país. Se modificó la ley del suelo y comenzó a tratarse la vulnerabilidad y la exposición a los peligros de la naturaleza como una pieza más –y muy importante- en los procesos de planificación urbana y ordenación territorial.