La historia la contaba el propio Herrero de Miñón allá por los años 70, antes de ser uno de los padres de la Constitución. Puede que él la haya olvidado, pero ¿quién olvida una historia así? Por aquellos fatídicos años en los que el Caudillo comenzaba a dar muestras de ser mortal, Herrero de Miñón, letrado del Estado, recibió un encargo repentino de Federico Silva Muñoz, creo que entonces ministro de Obras Públicas. Debía pergeñar un borrador de Constitución para el Reino de España. Herrero no era un hombre sin expectativas. Basta ver quién aparece como receptor de la dedicatoria de su libro El principio monárquico, que por aquellas fechas editaba la editorial Cuadernos para el Diálogo. El caso es que el joven Herrero, tan eficaz como siempre, se puso con Jellinek de nuevo y en pocos meses tenía ya listo su proyecto de Constitución. Radiante, se dirigió a entregársela a don Federico, que la recibió alborozado. Pasó el tiempo y el constitucionalista tuvo la llamada de su patrono. Lo citó en su casa. De entrada, no observó un gesto bien encarado del político franquista. Parapetado tras aquellas gafas insondables, por las que se asomaban al mundo unos ojillos acorazados entre la frialdad y la cautela, don Federico le dijo con cierto asombro: «Miguel, ¡¿qué tipo de Constitución me has traído?!». El autor, sorprendido, le contestó: «Don Federico, una Constitución técnicamente impecable». Molesto, su interlocutor se desinhibió y dijo: «No lo dudo, Miguelito, no lo dudo. ¡Pero es que con esta Constitución en la mano no se sabe quién va a ganar!»

Las historias constitucionales son muy instructivas. El ministro Wert no ha querido correr los riesgos de don Federico y a la hora de convocar una comisión de sabios para arreglar la universidad española no ha tenido duda. Ha nombrado una comisión de la que estamos seguros que le dirá exactamente lo que quiere oír. Ni más ni menos. El grado de cercanía ideológica y profesional al ministro de buena parte de los sabios que han de salvar la universidad no provocará ninguna sorpresa. Cuando se anunció esta comisión, los más ingenuos creímos que se buscaría por ejemplo a algún provost en excedencia de alguna gran universidad americana, alguno de los Board of Overseers de Harvard, un miembro del Board of Trastees de Stanford, o algunos de los autores de la Teilgrundordnung de la Universidad Libre de Berlín. Pero para qué arriesgarse. Basta con echar mano de lo cercano. El viejo rector del ministro, el mismo del Club de Roma, un consejero de Bankinter, el número uno del escalafón de los catedráticos de Derecho Constitucional, Óscar Alzaga, cuya vista comercial nadie puede discutirle, porque se ha hecho rico con la edición de su manual para los estudiantes de la UNED, varios miles cada año, y algunos otros colegas de la época de Alzaga, junto con alguna cuota catalana, como el antiguo director del Icrea.

Diga lo que diga esta comisión, no se ve la manera de atajar los males al parecer recién descubiertos: fracaso escolar que nos deprime desde décadas, endogamia que ha generado licenciados Vidriera por doquier, grupos de investigación disfuncionales, superespecialización que privilegia la irrelevancia, carencia de perspectiva profesional de los estudiantes, incapacidad de previsión de recambio generacional, desmontaje de currículos sólidamente establecidos. Muchos de estos hombres han sido administradores de la actual situación, han pasado por cargos de importancia y a ninguno se le ha escuchado propuestas en los medios ni defensas de otros modelos universitarios. ¿Cómo van a arreglar aquello de lo que ellos son parte? Sus perfiles auguran una universidad ofrecida a los intereses cortoplacistas de los grandes grupos económicos, algo humillante para un país que quiera ser moderno y para una universidad que tenga como razón de ser la investigación y la docencia. De las humanidades y ciencias sociales —más allá del Derecho— por supuesto, ni están ni se les esperan. Ni historia, ni literatura, ni filosofía, ni teoría social, ni arte, ni nada que se le parezca. Industria y Administración, algo que apunta de nuevo a la idea de Estado que transpira este Gobierno, que se va pareciendo cada vez más a las figuras de mi infancia, allá por la época de López Rodó y López Bravo.

No se percibe que el origen de la crisis ha estado en una falta de educación cívica y social de este pueblo, que ha sido inducido a un cambio del modelo de estado de bienestar, ya consumado, que pasó de la redistribución vía salarios y servicios, a la redistribución ficticia por la vía de la democratización del crédito. Ahí se ofreció el anzuelo para iniciar la senda que ahora ya no tiene marcha atrás. Y esa crisis, que lo es también de creatividad, de inventiva, de innovación, de crítica, de cooperación, sólo se supera con herramientas culturales, no con Derecho Administrativo. Que uno de los filones posibles de nuestra economía, la industria cultural, no gane mercados se debe a la incapacidad de nuestras humanidades. Pero al parecer nadie tiene nada que decir sobre todo esto.

A pesar de ello, debemos esperar a que la comisión ultime sus trabajos. Falta saber si también se nos dirá que, en esta circunstancia excepcional, debemos guardar silencio y quedarnos en casa. En cierto modo, ésa es la tentación. Elevar altos muros en el refugio del hogar. Y entregarse a la lectura plácida, bien provistos de mantas para el frío, y esperar a que baje el euríbor. Y así estoy, con esta Autobiografía de Franklin, que me manda Javier Alcoriza. Pero he aquí que la realidad española siempre escala los muros, te sorprende y te asalta. Y así, en una página de Franklin me topo con otra historia constitucional. Sirve para introducir un debate con el gobernador Morris. El personaje cita con aprobación la idea genial de Sancho Panza cuando lo hacen gobernador de su ínsula. Entonces concibe la idea de que todos los miembros de su gobierno sean negros. Ante la sorprendente ocurrencia, se le pregunta el porqué de esa medida. Sancho Panza, con sumo desparpajo, contestó: «Porque si a la gente no le gusta lo que hacen, siempre podremos venderlos». ¡Ah, los sueños de Cervantes, y los sueños de Sancho! Los sueños raros de este pueblo. Poder vender a sus políticos. Ya desde entonces.