El polifacético Eduard Osborne Wilson, a sus 86 años de edad, acaba de publicar su último libro, La conquista social de la Tierra (2012), en el que cuestiona la premisa central de la teoría de la evolución referente a la disposición de los seres humanos a sacrificarnos por nuestras familias. El argumento de Wilson, en esta ocasión, gira alrededor de la idea de que hemos ido evolucionando para defender a otros grupos, bien se trate, por ejemplo, de una tribu, un país, una fe religiosa o un equipo de fútbol, pudiendo recurrir a la violencia e incluso a la guerra para realizar su defensa si fuera necesario.

Esta socialidad extrema, que denomina eusocialidad y que es un nuevo intento de comprender mejor la evolución, incluye la selección individual basada en la competición entre individuos, junto a la selección del grupo basada en la competición entre grupos. La primera impulsa el comportamiento egoísta, en tanto que la segunda favorecería el comportamiento altruístico, que es el responsable del nivel más avanzado de comportamiento social. Ambos tipos de comportamiento serían, pues, los responsables de la complejidad del ser humano al mezclar altruismo, cooperación, dominación, competición, reciprocidad y engaño. Por eso, el cerebro humano, moldeado por la evolución, es egoísta y altruista al mismo tiempo.

A lo largo de la historia de la humanidad, en cada momento histórico han prevalecido los grupos más y mejor preparados para vencer o superar a los restantes grupos en su búsqueda de la victoria, sea ésta de carácter simbólico, de logro de recursos escasos y valiosos, o en lenguaje actual de control y aprovechamiento de los mercados financieros globales. Reconduciendo el argumento wilsoniano a la situación que vive en los tiempos presentes la España de las autonomías con sus 47 millones de habitantes, podríamos concluir que no parece estar muy bien preparada para convencer a los mercados de que la presente crisis es circunstancial y pasajera y que, con un poco de buena voluntad y paciencia, vamos a ser capaces de recuperarnos del fuerte endeudamiento que nos ahoga y que está poniendo en peligro la supervivencia de nuestra sociedad del bienestar.

Tengo la impresión de que en estas últimas semanas ha ido ganando cada vez mayor audiencia y credibilidad el argumento de que más allá de las ayudas que nos pueda ofrecer el Banco Central Europeo, el problema de fondo en España es la hipertrofia competencial y burocrática de las diecisiete comunidades autónomas, que en pocos años han sobrepasado al Gobierno central en el control real de los recursos públicos. Un desajuste que ha conducido a que dicho control autonómico sea superior al existente en otros países de larga y auténtica tradición federalista, como sería el caso de los Estados Unidos o de Alemania. Una hipertrofia desmesurada que ha ido debilitando el control de los recursos que gestiona el Gobierno central frente a la suma de los que gestionan en su conjunto los diecisiete gobiernos autonómicos.

Un auténtico desastre económico y competencial que está pidiendo urgentemente una reforma constitucional del Estado de las Autonomías, dada su evidente incapacidad para que el conjunto de la sociedad española pueda consolidar socialmente un bienestar del que hemos disfrutado en estas dos últimas décadas de prestado, y que ahora los implacables mercados piden su reembolso.

Que esta reforma pueda surgir del diálogo sincero y generoso de los partidos políticos que gobiernan los dos niveles de gobiernos, el central y los autonómicos, es algo que nadie con un mínimo sentido de la realidad puede esperar. Sólo podría operar el milagro de la racionalización de la estructura competencial española la exigencia de la Unión Europea de que dicha reforma vaya a ser condición indispensable para proceder al inevitable rescate económico y social de esta España doliente que, a diferencia de las dos Españas de Machado, ha multiplicado hasta diecisiete las Españas que pueden helarle el corazón a los españolitos que continúan viniendo a este mundo.