Europa es un concepto antiguo y tan plural que cada uno puede desarrollarlo de una manera. De las diversas interpretaciones posibles estamos viviendo la más angustiosa y coercitiva, hija del materialismo más duro. El modelo alemán que nos domina viene condicionado por un gran Banco Central Europeo donde los ciudadanos y ciudadanas, pese a la democracia oficial imperante, no tienen apenas influencia. Realmente no sabemos porqué votamos, si los políticos mienten con sus programas y al final legislan según las directrices de fuerzas ajenas a la soberanía popular.

Lo más oprobioso de esta Europa cruel es la falta de alternativas. Parece que sólo podamos vivir de esta manera, sometidos a una dictadura económica que cada vez arrastra a más gente a la miseria. Grecia, Italia o España pueden ser castigados y dirigidos, pero salir de la zona euro se pinta como una opción mucho más horrorosa que permanecer a cualquier precio. En estas circunstancias habríamos de reclamar otro camino, la auténtica posibilidad de poder elegir qué Europa queremos. Y en todo el continente sólo hay un Estado que podría ofrecer alguna alternativa, Rusia, el gran coloso silencioso.

El rey de España ha sido condecorado por Putin en el Kremlin y el presidente de Italia ha visitado al líder ruso en Sochi, en apenas un intervalo de una semana, con lo que la autoridad del discutido líder se va afianzando. Quizá sea el preámbulo a una aventura europeísta de Rusia en la cual se ofrezca una nueva estructura de unidad diferente, ahora bajo los criterios de la democracia enérgica que comanda Putin en su país. Si un Estado de la categoría de Rusia se decidiera a superar los viejos resabios de la Unión Soviética podría fácilmente convocar a las antiguas repúblicas aliadas, y a continuación montar una plataforma en la que los países decepcionados de la actual Europa podríamos entrar.

James Billington, máximo analista americano del espíritu ruso, advirtió la prevención rusa contra Occidente desde la constitución del principado de Moscú, arraigada en desavenencias religiosas entre el Patriarcado moscovita y el Vaticano. Después, a lo largo de la historia, ha habido importantes momentos donde los dos países más alejados del continente, Rusia y España, han coincidido en intereses que no han llegado a fructificar en objetivos comunes. La España de Felipe II y la Rusia de Iván III se ignoraron. La España fernandina y la Rusia alejandrina, pese a combatir contra Napoleón, nunca formaron un verdadero núcleo común. La última gran posibilidad de transformar el continente entero fue imaginada por Stalin, que quiso aprovechar la guerra civil para cerrar una unidad de Europa marcada por el marxismo.

En estos momentos de desolación económica general, cuando desde Alemania se nos obliga a sacrificios enormes sin augurar mejoras ni esperanzas, sería bueno que alguien ofreciera otra vía. Pensadores como Ortega previeron la insólita afinidad entre «los dos extremos de la gran diagonal de Europa» que se concretan en «la picaresca bellaquería del Lazarillo y la extraña gallardía de don Quijote».

En esas referencias del humanismo universal podía recaer el peso de la nueva Europa. Para ello es necesario eliminar las cargas históricas de la soviética KGB o de la hispánica Inquisición, diseñando inteligentemente un panorama donde los derechos básicos de la persona estén en primer plano para una armónica convivencia. Muchas son las críticas contra Putin, pero también evidentes sus aciertos. Quizá la mera posibilidad de que surgiera un nuevo bloque en Europa donde la libertad individual fuera más importante que el capital forzara el cambio de este tremendo monstruo presente que hemos creado entre todos. Imaginemos soluciones positivas antes de que las realidades se nos engullan sin remedio.