Lo más sencillo en las actuales circunstancias es caer en un pesimismo extremo.

Pero, ¿es, en realidad, España un enfermo terminal? ¿Son tan malas nuestras cifras económicas?

¿No será simplemente que, más que a un problema económico, nos estamos enfrentando a las insuficiencias institucionales de la Unión y a una nefasta gestión política?

Como ha sucedido en otros momentos de la historia, lo más sencillo sería caer en un pesimismo extremo. Creer, por ejemplo, que España es un país corrompido de raíz, sujeto a una larga ristra de males endémicos: del egoísmo y la inutilidad de sus elites al carácter bipolar del pueblo. Lo más sencillo sería pasear por cualquiera de las ciudades de España y asombrarse ante la megalomanía destemplada de los edificios públicos: la Cidade da Cultura en Santiago; la Ciudad de las Artes y las Ciencias en Valencia; el exitoso buñuelo del Guggenheim, concebido en su día como un enorme eusko-disney, según la acertada definición de Jorge Oteiza. El presente vende pesimismo y los mercados nos lo compran en forma de prima de riesgo y de tipos de interés exorbitantes. Se habla ya con insistencia de un rescate total al Estado y de una Europa a dos velocidades, cuyo núcleo duro se desentendería de la ribera del Mediterráneo. El choque de trenes que nadie creía posible €la rica Alemania contra el empobrecido sur€ puede dejar de ser pronto una mera hipótesis. Ante un desplome de esas características, dudo mucho que el euro mantenga su viabilidad y que Europa cuente con un ocaso digno.

Pero si somos del todo honestos, hay algo en este relato que no encaja. Para empezar, ¿España es realmente un enfermo terminal? ¿Son tan malas nuestras cifras económicas como para justificar la desconfianza de medio mundo? ¿No ocurrirá sólo que, más allá del shock causado por la tecnología y la globalización, el motivo último de la crisis haya que localizarlo en las fallas estructurales de la arquitectura de Europa? ¿Hasta qué punto la gran depresión que se avecina no procede de las deficiencias institucionales de la Unión y de sus caóticas políticas? Si comparamos los números de la eurozona con los del Reino Unido o con los de EE UU €tasas de endeudamiento público, niveles de déficit, capacidad exportadora€ comprobaremos que las diferencias no son sustanciales.

Si nos detenemos en nuestro país, más que de fatalismo lo justo sería hablar de un desajuste por exceso. Durante años €y gracias, sobre todo, al ahorro alemán€ se alimentó una burbuja que sobredimensionó la economía hasta convertirla en irreconocible. Se crearon millones de puestos de trabajo, la inflación se disparó mientras la sensación de riqueza se incrementaba, la Administración Pública creció de un modo desmedido. Al mismo tiempo, en un contexto cada vez más globalizado, la competitividad española se resentía, bajo los efectos anestesiantes de la demanda interna. Se podrían haber hecho las cosas mucho mejor y no se hicieron.

La segunda legislatura de Aznar se encuentra en el origen de buena parte de nuestros males. La ineptitud de Zapatero es ya de sobra conocida. Rajoy tampoco parece el hombre idóneo para las actuales circunstancias, aunque de los tres mencionados sea probablemente el mejor. Da un poco igual, porque lo cierto es que España se halla situada frente a un abismo que no se ajusta a la realidad de nuestra economía. No éramos entonces tan ricos como se pretendía, pero tampoco somos ahora tan pobres ni tan malos ni tan estúpidos como algunos creen. Ahí están las multinacionales, el sector hotelero, las cadenas de moda, las empresas exportadoras, el posicionamiento internacional del idioma, el know-how de las constructoras, la creciente importancia del ramo de la biotecnología, el prestigio de las ingenierías. Todo esto es real y también constituye lo que somos. Y algún día €confiemos en que llegue pronto€ esa realidad más halagüeña volverá a ocupar su lugar.