Doña María y dos Blas, mis maestros en Benicalap eran dos represaliados. Don Juan Lacomba, con quien comencé en Chella a leer, era también un discriminado. En Villarreal, don Joaquín Vidal, quien había mantenido abierta la escuela durante la Guerra Civil, fue expedientado por ello y gracias a la mediación de gentes de buena fe pudo regresar a su aula. Don Joaquín no obligaba a los cánticos patrióticos constantemente y en el mes de mayo, para dirigir los de «con flores a María» nos encomendaba a la clase de la niñas donde la maestra llevaba la voz cantante. Don Joaquín se abstenía.

Antes de comenzar la preparación para el ingreso del Bachillerato, viví todo el repertorio de las canciones obligatorias a la entrada y salida de las clases. «De Isabel y Fernando el espíritu impera», «Montañas nevadas, banderas al viento» (letra del luego heterodoxo Enrique Llovet), «Yo tenía un camarada, nunca lo hallaré mejor», «Gibraltar, Gibraltar, tierra amada de todo español». Por supuesto que se cantaba el himno nacional con letra de José María Pemán: «Alzad los brazos hijos del pueblo español que vuelve a resurgir»... «gloria a la patria que supo seguir por el azul del mar y el caminar del sol». Esta letra que ya no es obligatoria, que desconoce la mayoría del pueblo español en los estadios y ha sido sustituida por el «la,la,la» es la que cantaba firme delante del banquillo el seleccionador nacional, Luis Aragonés, porque se la habían enseñado en Hortaleza, su pueblo. Naturalmente, también formaba parte del repertorio obligatorio el «Cara al sol» falangista («con la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer») y en Radio Nacional, el diario hablado, conocido como el parte, comenzaba con el toque de corneta y los tres himnos oficiales „nacional, Falange y Requeté («por Dios, por la patria y el rey, lucharon nuestros padres») sonaban fundidos a modo de popurrí. («Perdó, però me les sé totes»).

El repertorio patriótico estaba destinado a crear españolidad. Era doctrina de los antecesores del ministro José Ignacio Wert. Eran los tiempos de «por el Imperio hacia Dios» y sobre todo, y que ahora se recuerda, «España es una unidad de destino en lo universal».

En el Instituto había que aprobar la asignatura de «Formación del espíritu nacional». A las muchachas les obligaba el denominado curso del Servicio Social. Había que hacer una canastilla para librarse de otros menesteres y en los primeros cursos de universidad, las alumnas de Valencia tenían que acudir a un campamento en la provincia de Teruel. A los hombres, los profesores de Educación Física ya no adoctrinaban y se limitaban a los ejercicios de gimnasia. Esta asignatura se podía obviar formando parte de algún equipo deportivo de la facultad.

Las alumnas de otras universidades tenían que completar su formación patriótica en diversos campamentos. Uno muy celebrado por las castellanas era el del Puerto de Santa María.

Quienes estudiaban Magisterio no podían ejercer si previamente no aprobaban un curso para poder enseñar lo del espíritu nacional. Uno que reunía a alumnos de varias provincias y muy celebrado era el de Marbella. Desde allí se hacían excursiones a La Línea de la Concepción a comprar tabaco americano, relojes Duward («reloj perfecto», en publicidad del Carrusel deportivo) y Cauny Prima, estilográficas Parker, productos muy apreciados en la época.

La política uniformadora hizo posible la creación de escuelas especiales para profesores y profesoras de Formación del Espíritu Nacional y Educación Física en el Castillo de la Mota, internado incluido y el Colegio de la Almudena en Madrid, para las chicas. Un obispo de Valladolid prohibió a las alumnas del Castillo de la Mota que salieran del recinto en bicicleta.

La Sección Femenina dictaminó la longitud de los pantalones con que debían practicar deporte, los famosos pololos que impedían que se les viera la rodilla. La Sección Femenina temió al deporte masculinizante. El doctor Antonio Granda explicó que la mujer estaba sometida al yugo sexual que determinan su cuerpo y su mente. Se dictaminó que entre los deportes que podían practicar las mujeres estaban los bailes regionales. Luis Agosti, exatleta campeón de jabalina, presidente de la Sociedad Española de Anestesiología y hombre tenido siempre por liberal, dijo que «el deseo de educar físicamente a la mujer para equipararla en aptitud al hombre está en pugna con una ley biológica universal». A las mujeres se les inculcaba la doctrina de la Sección Femenina que entendía que la mujer tenía como obligación parir y podía practicar deporte quitando el polvo, el de los muebles, se entiende, fregando y lavando. La Iglesia condicionó tanto que obligó a que no se practicasen pruebas deportivas antes de las once de la mañana para que los competidores hubieran tenido tiempo para acudir a misa.

Aquella sí fue una España españolizada. El lema de «Una, grande y libre» figuró en documentos, mensajes y consignas, en los discursos de quienes ocupaban cargos públicos o eran jerarcas del régimen y por supuesto estaba escrito o esculpido en dinteles de edificios oficiales. Al ministro Wert, quizá movido por su ideología futbolística, en su mensaje de españolizar a los niños catalanes está inmerso también el deseo de que sean madridistas y no culés.