Sólo mi psicoanalista sabe que TVE liquida las facturas de mi terapia. Llevo años intentando curar esta manía persecutoria que impide desarrollar mi vida con normalidad (si acaso existe tal cosa). Por h o por b, es imposible no sentirse amenazado cuando enciendes la televisión, sobremanera la pública. Estos días que si el ébola, otros que Rajoy o que si tormenta tropical. Eso cuando no un asesino en serie o pregonan «reajustes», guillotina a diestro y siniestro. Ayer tocó otro tipo de peligro más salvaje, menos civilizado: un ataque de avispas asesinas, pero en septiembre. Al menos nos dan unos días de cortesía para prepararnos, aunque ignoro si a cañonazos o mejor apuntarse a un curso de defensa personal.

Ocurre a diario. Se nos ofrece este abanico de amagos para que asimilemos el terror cotidiano, marginal, devenido ya en parte protésica de nuestro cuerpo. Llegará el día en que los manuales de colegio estudiarán el pavor junto al corazón o el fémur. Ya es imposible excluir lo terrorífico entre los seres inorgánicos que configuran la naturaleza humana. Quizá porque uno sigue a Ramonet y Chomsky, desconfío de estos mensajes apocalípticos. «El miedo es el mensaje», insiste mi terapeuta repitiéndolo en versión mantra. En mi niñez iba solo al colegio, incluso jugaba en la calle. Actualmente las madres recluyen a sus hijos en casa, cautivos de las redes sociales. Así se consigue que nadie se coma a los críos, si bien es cierto que los idiotizamos a la perfección.

El problema estriba en que, embadurnados de tanto canguelo periférico, nos corre por las venas una sangre insensible al Horror con mayúscula. Miren si no a las «Fuerzas de Defensa» de Israel (el eufemismo viene de serie), asesinando a cientos de niños mientras los medios de (in)comunicación responsabilizan a Hamás. Da la impresión de que las criaturas palestinas son víctimas de segunda categoría. Desayunamos de refilón con estas noticias, indiferentes al dramatismo. En las cafeterías se comentará el peligro de las avispas asesinas. Lo otro, el terror en sí, pasa desapercibido. Mientras tanto, los auténticos monstruos asesinan a sus anchas.