Ha causado otra honda conmoción más en la sociedad valenciana el informe publicado en este diario por Julia Ruiz acerca de los dispendios gastronómicos de la Conselleria de Medio Ambiente en la época del mandato democrático del presidente Francisco Camps. A mí, personalmente, lo que más morbo

„infantil„ me produce de los desmanes económicos de los políticos, son las facturas de los restaurantes que emergen a la luz y los taquígrafos. ¿Por qué? Por mi dedicación al periodismo gastronómico. Como ya es notorio que no hay casi ningún partido que no haya cometido todo tipo de desafueros económicos, individualmente o en grupo, me apasiona conocer sus gustos gastronómicos, «lo que comen».

Hoy nadie es inocente hasta que no lo demuestre (el mundo del derecho al revés debido a las documentadas informaciones en los medios de comunicación), ni la derecha, ni la izquierda, ni los sindicatos (el caso multimillonario de los falsos ERE y cursos de formación andaluces de UGT, o el del histórico líder sindicalista asturiano de SOMA-UGT, José Angel Fernández Villa, que ocultó a Hacienda 1,4 millones de euros). Este Antonio Molina del filme Esa voz es una mina, sin parentesco ético con los mineros explotados y el rostro cubierto de hollín de la película ¡Qué verde era mi valle! (John Ford, 1941), era quien organizaba anualmente la mascarada de la fiesta minera de Rodiezmo, adonde iban los altos jefes sindicalistas y el presidente del Gobierno socialista. Todos con un pañuelo rojo anudado en el cuello y cantando La Internacional, puño más o menos cerrado y en alto (a algunos les daba rubor cerrarlo demasiado).

La explicación al robo masivo, ¿más unos que otros?; ¿y Jordi Pujol and family? (¿serán perdonados por la Moreneta de Montserrat, también desilusionada por estas ovejas descarriadas?), la dio, en este mismo diario (22-10-2014), el ayudante del fiscal del distrito del Estado norteamericano de Connecticut, David Zagaja, vinculado a Valencia: «Está claro que la corrupción viene con el poder». Pura y lúcida síntesis pragmática norteamericana. Y proseguía: «El alcalde de mi ciudad [Hartford, la capital de Connecticut] está a punto de entrar en la cárcel y el gobernador ha sido condenado por segunda vez». Podemos deducir, pues, que las facturas de los políticos cuando comen en los restaurantes y las cargan al erario público, aún siendo un hecho absolutamente condenable, no dejan de asemejarse a una brizna de paja en un inmenso pajar.

Me ha llamado la atención en el informe de Julia Ruiz que en un restaurante al cual conozco muy bien, aunque hace tres años que no voy (tengo mis razones: no puedo cargar mis comidas a la Generalitat), facturan un entrecot de «buey» a 60 euros. ¿Buey o vaca? He aquí la cuestión. Sería, seguro, vaca, de la llamada vieja (mucho más sabrosa que la ternera por la infiltración de grasa). Bueyes ya no quedan desde que el tractor John Deere los reemplazó en las labores agrícolas „por su fortaleza„ a mediados de los años 50 del siglo XX. Queda alguno, en Portugal o Galicia. El buey, por lo costosa que resulta su crianza y producción, es muy escaso. La vaca vieja copa prácticamente un 98 % del mercado y su grasa es más amarillenta. En España hay una empresa, Valles del Esla, que cría bueyes. Pero por la ignorancia o la picaresca de ciertos hosteleros, cuando en una carta se lee buey hay que leer vaca.

Sí, 60 euros por un entrecot de vaca no es ninguna ganga. Una ración de lubina (27 euros) es un precio de mercado correcto, si era del mar. Pero no si provenía de alguna piscifactoría. Otra de las comidas, tres personas por un importe total de 213 euros, con gamba rayada, quisquillas y algo más (¿qué vino bebieron?: dato muy importante) salió, realizada la oportuna división, a 71 euros por persona, precio usual, de mercado e incluso barato:¿no se trataría de marisco congelado?

Ahora bien, la conclusión y la moraleja finales es que todas esas comidas, incluido el buey de pega, las debieron abonar con su dinero y no esconderlas en la ingeniosamente bautizada como caja opaca, donde esconden cigalas, quisquillas y, tal vez, bogavantes canadienses.