Toda política se sostiene sobre algo que está más allá de ella misma. Pero esto infrapolítico solo emerge de verdad cuando la política llega a su punto decisivo, urgente. No fuera de ella, sino en ella. Entonces, cuando todo el fondo libidinal de una persona está en juego, cuando debe revelarse ante nuestros ojos la zona rocosa del deseo que se persigue, entonces brilla al desnudo el aparato psíquico y se hace presente el estilo humano de la política. En efecto, la psique sólo se revela de verdad en una situación urgente y extrema. De ahí que cualquier reflexión moral y política debe contar con lo que un ser humano es capaz de hacer llegado el caso y colocado bajo ciertas circunstancias. Por eso los discursos morales están atravesadas por una insuperable hipocresía. Hablan desde la confortable situación de los espectadores de aquello que otros seres humanos han llegado a hacer en situaciones de angustia.

El espectáculo que hemos visto en estos días de tensión y decepción, es digno de un diván de psicoanalista. Desde la irrupción teatral del contable Benavent convertido en místico, hasta la escalada de propuestas de Aguirre; desde la manifestación de la Plaza de Colón de Madrid hasta las acusaciones recíprocas de los barones populares; desde las declaraciones del ministro del Interior a los juegos malabares de Trías, sin olvidar lo que han publicado y dicho los portavoces mediáticos del poder, en estos pocos días hemos asistido a un espectáculo obsceno. Si lo que hemos visto y oído es lo que se eleva hasta la escena pública, podemos imaginar lo que se dirá en privado. Si se supone que todo aparato psíquico se somete a algún tipo de censura cuando se manifiesta ante los demás, si sólo es él verdaderamente cuando está en la soledad, entonces la mente de todos estos actores está muy cerca de la confusión más radical, pues ya apenas se observa contención en ellos.

La pregunta que debemos hacernos es sencilla: ¿quién, en esa situación, puede embarcarse en un proceso de pacto y de diálogo, de negociación y de franqueza? Esa es la mayor dificultad del PP para hacer política hoy. Es evidente que lo primero que sufre en manos de un aparato psíquico inseguro es la administración del tiempo. Y resulta claro que para un proceso de negociación eso es lo más decisivo. En realidad, todos los actores comienzan a diferenciarse ante todo por esta cuestión. Unos saben qué hacer hasta las elecciones generales de noviembre, mientras que otros saben ya que están en el tiempo de la basura del partido. Sánchez está en el primer caso. Rajoy está en esta última situación. Ya no tiene iniciativa. Sólo tiene inercia. Puede cambiar lo que quiera en su gabinete, pero todos saben ya que el cambio verdadero vendrá luego. Eso es lo único cierto, porque hay división de opiniones acerca de si será una renovación, una regeneración o una refundición. En todo caso, resulta evidente que el PP no puede seguir así. La lucha que se va a emprender por el control del partido tras noviembre va a ser sin cuartel. Lo será, sobre todo, porque no se llega a imaginar sobre qué ideas se va a llevar a cabo. Cuantas menos ideas se pongan encima de la mesa „y dado el desierto que el aznarismo aguado de Rajoy ha generado, no se atisban muchas„ más se parecerá a un ajuste de cuentas que a otra cosa.

El control del tiempo de estos seis meses requerirá un aparato psíquico adecuado y sereno. Por eso es la hora propicie para que brille el político. Como sabemos, esta serenidad será proporcional a la capacidad de mantener equipos cohesionados y capaces. Lo que hemos visto de la ejecutiva del PSOE ha dejado clara la superioridad de Pedro Sánchez sobre Susana Díaz para llevar la iniciativa. Poner en marcha el proceso de primarias, cuando Díaz no sabe todavía con quién va a ser presidente de la Junta, es asegurarse el viento en las velas. Eso es lo que ha preparado Sánchez con una lectura optimista de las elecciones pasadas. Por mucho que Iglesias tenga razón al recordar la humildad aquí, no debemos olvidar que la política tiene poco que ver con esta sacrosanta virtud cristiana. La euforia de Sánchez es más de futuro que de presente, pero tiene bases objetivas. En realidad, Sánchez sabe que sólo dispondrá de un viento favorable si de junio a diciembre tiene a su lado 7 u 8 gobiernos regionales socialistas. Andalucía se ha quedado sola, pero Díaz no ha tenido la altura suficiente como para tragarse el sapo. También en ella ha irrumpido en ella la pulsión. Lo menos que le puede pedir la ciudadanía a un líder es que no deje trasparentar su indisposición personal con un compañero. Por lo demás, si cree que todos sus pares regionales van a perder el poder que tienen al alcance de la mano, para que el PP se abstenga en Andalucía, está confundida. En todo caso, el cosmos político andaluz, tan específico, le condena a arreglarse sola.

Los demás actores están ante dilemas complejos, todos ellos más complicados que la situación que encara Sánchez. Aquí se revela algo que sabemos desde antiguo, una afinidad estructural entre el dispositivo institucional y el PSOE. Ese es el sentido de su centralidad y el soporte de su optimismo triunfalista. Pero su disposición real al cambio es creíble y le confiere el mayor campo de juego. En el fondo, ninguna de las dos fuerzas emergentes tiene seguro el camino a seguir, de tal manera que logren garantizar el crecimiento electoral en noviembre o, cuanto menos, la fidelización del voto. En este sentido, quizá sólo les queda una opción solvente: transmitir de forma muy clara lo esencial, la batalla política que se acaba de abrir. Proponer no tanto medidas concretas de política municipal o autonómica, cuanto obtener compromisos acerca de cambios en su forma de entender el gobierno local o regional. Se trata de compromisos para al cambio político, no de acuerdos propios de una política normal. Marcar una agenda de cambios institucionales, y no tanto una batería de medidas administrativas. Ese es lo que debe emerger a primer plano. La única posibilidad de fidelizar a sus votantes es que hagan ofertas de reformas estructurales en las instituciones políticas. Por eso es correcta la exigencia de ciudadanos de que quien pactar con ellos ha de comprometerse a cambiar la ley de partidos. Pero en la misma línea se debería ir más allá. Por ejemplo, ganar las autonomías pactadas para una reforma constitucional del Senado. Por ejemplo, exigir que los ayuntamientos pactados tengan competencias en educación. O reclamar una nueva financiación local. O algo que ya hemos olvidado: una decisión sobre diputaciones.

Es una pena que no veamos cómo las reformas inaplazables se ponen encima de la mesa. La única agenda real de la política española es ir logrando que distintos poderes se sumen hacia una reestructuración del mundo político. Que nadie sueñe que, sin esta reforma de los actores políticos mismos, se va a reformar el sistema educativo o el sistema económico. Lo único que puede fidelizar al electorado es enrolarlo en esa batalla. Si la agenda es cambiar el entramado institucional, habrá un criterio para decidir los pactos. Eso es lo que debe hacerse público, no aparatos psíquicos en tensión. Ya sabe todo el mundo que luego habrá que atender las cosas de la política normal. Sobre ello no es necesario ni anticipar pactos ni hacerlo en público con todos los detalles. Pero es preciso evitar por todos los medios la impresión de que se están negociando transacciones administrativas de poder y no grandes orientaciones de agenda política. Se trata de comprometerse públicamente sobre el sentido en que se va reformar la institución que se va a gobernar. Pues ni los ayuntamientos ni las comunidades autónomas pueden seguir como hasta ahora.

Carece de sentido volcarse en una política convencional ahora y pensar que en noviembre se abordará el programa de reformas completo. Eso impide mantener la continuidad entre las elecciones pasadas y las futuras. Afirmar que no debemos concretar la agenda de reformas, porque no se disputa la formación del poder central, es absurdo. Lo que es adecuado es que en el campo competencial que ahora se debe formar, se diga con claridad cómo se debe transformar ese mismo campo y cómo se va a preparar un proyecto de cambio impulsado por los poderes centrales. Si el PSOE quiere centralidad tendrá que avanzar por este camino, en el que Podemos debe insistir recordando la integridad y la continuidad del cambio. Tampoco veo la manera en que Ciudadanos pueda fidelizar a su electorado sin implicarlo en un proceso de modernización constitucional que el PP no puede ni tan siquiera enunciar. Esa, su voluntad reformista, es la única característica que torna insustituible a Ciudadanos respecto del PP. Eso le obliga a explicar su función política. No pasa por sostener a los que se oponen a toda reforma, sino por asegurar a su electorado de que solo si es una opción fuerte va a influir de forma moderada en la inevitable reforma del dispositivo constitucional. Esta es la única manera de obligar al PP a cambiar: si tiene perfecta convicción de que sólo si cambia podrá jugar en la política que se avecina. Visualizar que las fuerzas de cambio se apoyan recíprocamente para identificar el cambio adecuado: eso es lo decisivo. Sólo eso dará la señal a Cataluña de que quizá deba mostrarse cooperativa con fuerzas que en todo caso le harán una oferta de cambio. Esa sería la única política que entendería el electorado. Pero todo sólo se puede llevar a cabo si se mantiene a raya el aparato psíquico.