Durante los últimos años del gobierno de los populares valencianos, un grupo de personas comprometidas con el bien común y la justicia social creó las llamadas «rutas del despilfarro». Invitaban a la población a recorrer una serie de hitos que, a su juicio, constituían ejemplos de una política equivocada y onerosa, y cada sábado, la ruta se dedicaba a un aspecto de la vida pública. Fue en una de esas excursiones, la consagrada a asuntos de educación, la que difundió para el gran público la epopeya del colegio 103 de Valencia, un centro habilitado en barracones para todas las aulas de los distintos niveles y acomodado en un solar distante solo cien metros de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, la postal de Valencia.
Desde hace nueve años, los padres, profesores y alumnos del 103 (no hay nombre decente para un colegio provisional) esperan que la Conselleria de Educación se acuerde de ellos. Y en los últimos meses ha habido algunos movimientos. El Ayuntamiento de Valencia, aún regido por Rita Barberá, cedió un solar cercano para la construcción del colegio con ladrillos, vigas y otros elementos habituales en las escuelas del primer mundo. Y la Conselleria de María José Catalá puso el 103 el primero de la lista de nuevos centros a construir, pero los votantes la apartaron del gobierno antes de licitarlo.
Ha sido el nuevo Consell, el de Ximo Puig y Vicent Marzà, el que ha acabado interviniendo... para poner un segundo piso de barracones sobre el ya existente para habilitar dos nuevas aulas. Seguro que el presidente y el conseller lo ignoraban. No se puede tener un gesto de peor sensibilidad con una comunidad educativa que lleva nueve años en precariedad máxima y esperaba una solución del nuevo gobierno, el de los partidos que alentaron las «rutas del despilfarro», los que denunciaban una práctica política con la que querían terminar por hartazgo.