Hay cursos tan raros o más que ciertas manías de diván. El de «Oratoria y Técnicas para hablar en público» de la UIMP atrajo mi curiosidad, si bien es cierto que la decisión fue condicionada por la entrevista de Levante-EMV a su ponente, Jesús Díaz del Campo Lozano. Pensé si ese arte de comunicar no sería un seguro de vida, pues, visto el éxito de ciertos oradores mediáticos, disponer de herramientas y estrategias para departir podría beneficiar mi maltrecha economía. ¿Para qué elaborar tu discurso si los modelos a seguir destacan por su verborrea de mercadillo? ¿Por qué el verbo y no más bien el taco?

La sesión inicial me dejó anonadado. Supuse la asistencia de Belén Esteban o Mariló Montero, por referirme a protagonistas que oran a diestro y siniestro (entiéndase este último en clave adjetival). Pero nada más lejos de la realidad. Entre los presentes, jóvenes graduados en Derecho y Filosofía „unos con corbata, otros con la camiseta del Che, como debe ser„ deseando capacitarse para exponer ante un tribunal su TFG. Yo no sabía de esta sigla tan extravagante, algo así como un trabajo de fin de grado que requiere fluidez y soltura verbal. Un síntoma esquizofrénico, por cierto, de nuestra vetusta educación: hablar, una exigencia absurda, cuando en las aulas impera el silencio verbal e intelectual; y esa cutre exhortación „cuidar los lenguajes verbal y corporal„ a sabiendas del imperioso predominio de la chabacanería interplanetaria. ¡Maldita manía de poner en un brete a los cándidos estudiantes! De regreso a mi hogar medito los ejemplos analizados de pésima oratoria. Políticos nacionales y foráneos, ministros, gente relevante y requetebién pagada, pero incapaces de comunicarse sin un guión o reducidos a caricatura de sí mismos ante una entrevista espontánea. Miren si no a todo este presidente del gobierno, Mariano, desvaído y mohíno, insulso orador desvanecido ante el artero entrevistador de turno. Parece claro que triunfan los ineptos. Mientras tanto, reducimos el arte de la oratoria a quien necesita labrarse su futuro. ¿Y entonces por qué no a quienes deciden sobre el nuestro? Paradójico. Así nos va.