Cada uno tiene una isla del tesoro creada o a punto de crearse (¿quién dijo que es sólo para infantes malcriados?) en la covachuela. No siempre es el obsequio, ni tampoco una frenética destrucción de papeles y lazos. En la Cabalgata de Reyes ocurre una curiosa fechoría vital: cientos y cientos tratan de acercarse lo más posible a los monarcas, mientras que otros cientos y cientos se alejan a lo más recóndito, a un pasado remoto donde oyen las voces del despertar y ven pasar por encima de sus cabezas sonrisas, abrazos y juguetes. Quizás no nos hayamos percatado, pero esa felicidad que viene de los estertores de la infancia alcanza una locura indescifrable espoleada por el deseo de transmitir a los pequeños la sensación de bienestar que vivieron los padres cuando conocieron el brillo de la bicicleta. Y así es la lucha: el intento contra viento y marea de que no se desvanezca la ilusión. Un ejército de familias sale a la calle dispuesto a cumplir con el trasvase: transmitir a hijos y nietos el potente recuerdo de un salón lleno de sorpresas, volcados en la ferviente idea de que este mundo no les puede robar el instante, a lo mejor el único que logra separarlos de una realidad plagada de sinsabores. ¡Los Reyes Magos (o magas) como medicina contra los lamentos¡

Ya sabemos que la isla del tesoro no está compuesta sólo de filas y filas de paquetes. Hay más: los que retornan a la bruma desatascan los ruidos embravecidos que llenaban la noche, y tratan décadas después de que su imaginación antigua pueda ganar la pugna con la imaginación terrible, adiestrada y llena de recovecos de estos pequeños tan capaces de todo, tan nadadores en la abundancia... Alguno no se contentará con grabar con el móvil la Cabalgata, sino que exigirá poner el audio y el vídeo en dirección a sus majestades la noche de autos. El tiempo no acompaña lo suficiente. Está claro, clarísimo, que hay que afinar. El agotamiento es perceptible: maravillarlos deviene en un gran esfuerzo. Nos machacan a preguntas, y nos toca ser como grandes escenógrafos. Buscamos en el salón de nuestras vidas, en el sueño más vaporoso del seis de enero de un año, y se lo inyectamos en vena. La batuta no puede entrar en barrena: luchamos contra una generación cargada de herramientas, como dicen ahora.