Llevo décadas recorriendo el interior de nuestra Comunidad, esa que algunos llaman la Valencia castellana, y, pese a quien pese, estoy convencido de que la dualidad que constató Fuster le llevó a unas conclusiones equivocadas, por injustas.

Lo bien cierto es que nuestra gente del interior posee el mismo sentimiento de valencianía que aquellos que viven en la costa o en las zonas valenciano hablantes. Y es natural que así sea, porque han pertenecido durante siglos al mismo cuerpo político y social. La valencianía no la da el origen de quién colonizó unas tierras hace ocho siglos o si tal o cual municipio se incorporó al viejo reino como moneda de cambio entre reyes. Todos han contribuido, desde su peculiaridad, a que la Comunidad Valenciana sea hoy lo que es.

Nuestras autoridades son capaces de enarbolar el discurso de la interculturalidad con personas de países lejanos, rechazando -por intolerantes- teorías basadas en la asimilación cultural, pero pretenden asimilar a los otros valencianos, aceptando como axioma algo que es una patraña: que la identidad y el sentimiento de pertenencia los da la lengua. Precisamente por ser un tesoro que hay que proteger y potenciar, el idioma valenciano no puede ser usado políticamente como instrumento de fractura de nuestra sociedad actual.

Por mucho que los partidarios de dividir se obsesionen en levantar trincheras, lo cierto es que hoy sólo existe una: la suya propia. Recurrir a la historia de la repoblación del siglo XIII o a los sucesivos procesos de colonización que hubo, para trazar fronteras y hacer política de laboratorio es un triste error que no conduce a ningún sitio. Parece que hay quien se siente capaz de determinar que un algarrobo es más valenciano que un pino o que un olivo, sin percatarse de que todos ellos ya poblaban estas tierras desde hace miles de años. Uno no tiene que tener miedo al mirarse al espejo. Puede que no le guste lo que refleja, pero lo que es un fiasco es recurrir a espejos deformados que nos devuelven una imagen distorsionada para, partiendo de ella, construir una turbia realidad manipulada y a su antojo.

Para bien o para mal -nunca lo sabremos- el nacionalismo no ha arraigado entre los valencianos como sí ha ocurrido en otros lugares. Pero su historia es otra, y yo no la envidio. Conozco bien las tierras del interior y sus gentes me han enseñado que hay muchas formas de sentirse valenciano. También que la menos valiosa es la de los excluyentes.