Los incendios de Artana o Carcaixent en la Comunitat Valenciana o el de la Palma en las Canarias han puesto en evidencia con toda crudeza la encrucijada en la que nos encontramos. Al abandono rural de las pasadas décadas ha seguido la descontrolada recuperación de la vegetación forestal. Precisamente cuando habíamos alcanzado la mayor riqueza de vegetación de los pasados siglos, la pérdida de las seculares raíces rurales de la población y la distorsionada visión de la población urbana del medio rural llevó a una sobreprotección de nuestros espacios naturales confundiendo el diagnóstico sobre sus amenazas actuales. Por activa y por pasiva se dificultaron las actividades primarias clásicas consistentes en aprovechamientos forestales, ganaderos y agricultura de secano a la vez que se favorecía el acceso frecuentemente motorizado a la población urbana. Las dificultades a la construcción de vías forestales son un ejemplo obvio. Sin infraestructuras de acceso no es posible ni combatir el fuego en condiciones ni gestionar el monte.

En los climas secos como el nuestro el exceso de biomasa no llega a pudrirse y solo puede ser eliminado por el fuego. Cuanto más prolongado es el período de acumulación, mayor es la disponibilidad de combustible preparada para arder. La cobardía política de abordar con previsión la gestión del exceso de combustible la endosa a los cuerpos de extinción cuando se produce el incendio. La combinación de nuestra compleja orografía, clima estival reforzado por el cambio climático, falta de infraestructuras y acumulación de combustible hacen prácticamente imposible abordar el fuego en su fase álgida. Es irresponsable arriesgar vidas humanas como trágicamente ocurre en todas las campañas de incendios por la obstinada imposición de raíz ideológica de unos grupos, aunque ruidosos muy minoritarios, partidarios de la mera contemplación de la naturaleza. En definitiva, los incendios no son más que la punta de un iceberg que nos obliga a afrontar el problema subyacente del abandono rural y de la ausencia de gestión de nuestras extensas masas forestales.

Pasado el momento álgido del impacto del incendio comenzarán los sofismos sin base contrastada alguna como el riesgo de masificación motorizada si mejoramos las infraestructuras obviando que en el resto de Europa la población solo accede a los bosques por medios no motorizados y así también está regulado en nuestra normativa autonómica desde 2007. O sobre el riesgo de erosión cuando las infraestructuras bien planificadas y ejecutadas apenas lo generan, sobre todo si lo comparamos con el riesgo de erosión generalizada en el caso de un incendio de gran extensión. La biomasa que extraigamos reducirá emisiones de CO2 al substituir combustibles fósiles mientras que en el caso de incendio emitirá un volumen mucho mayor generando solo perjuicios.

Es la hora del coraje político y no de cuotas de poder que sojuzgan a más de la mitad del territorio y a la población en su conjunto a los prejuicios de una ínfima minoría cuyos axiomas están anclados en el pasado. Los grandes retos que como sociedad tenemos planteados incluido el de los incendios no se resolverán por el misticismo ideológico sino mediante altas dosis de pragmatismo ancladas en el territorio. Es el momento de buscar soluciones integradoras y de beneficio recíproco (win-win) que integren reducción del riesgo de desastres, lucha contra el cambio climático y la generación de empleo rural. No hay mayor error que persistir en él.