La política es arcaísmo. Arché, archivo, arconte, arca, arcana, estas palabras se relacionan con el poder. Todas ellas nos vinculan a lo arcaico. Cada pueblo lo hace a su manera, pero todos los hacen. En el caso de España, no hay más que mirar la foto del nuevo gobierno. No esa que requiere cierta pompa y circunstancia, en la puerta de palacio. Me refiero a ese momento relajado, sobre la mesa del poder. Los ministros parecían una cofradía de agraciados por el gordo de Navidad. Les faltaba agitar botellas de «El Gaitero» y derramar la sidra en vasos de plástico. Al lotero „Rajoy no desentonaría en este trabajo„ le faltaba exhibir el décimo premiado, uno que dice «Gracias, estúpida izquierda». Esa comprensión del poder como chollo, lotería, oportunidad, botín («Nos vamos a forrar», dijo el clásico, pronunciando la promesa más firme que se recuerda), es un arcaísmo celtibérico.

¿Pero quién nos iba a decir que el pueblo británico regresaría al combate arcaico entre el Parlamento y el rey? Parecía imposible en los tiempos en que el rey reina, pero no gobierna. Pero he aquí que ha resucitado, no porque la reina Isabel se ocupe de tareas indebidas, sino porque la señora May quiere elevarse a portadora de la función regia. El argumento por el que no deseaba someter al Parlamento la cuestión del brexit es literalmente que la política de asuntos exteriores es una competencia regia. Ella supone que el gobierno es el heredero de esa competencia y que puede operar al modo de los reyes absolutos: sin consultar al poder legislativo. El argumento es de un arcaísmo brutal y casi propio de Hobbes. El referéndum es como un contrato de transferencia que deja las manos libres al Leviatán para decidir no el qué, sino el cómo conducir el brexit. De la vieja máxima republicana «Lo que a todos afecta, a todos concierne» parece no saber nada la primera ministra británica.

¿Tenemos que recordar los arcaísmos que han salido a la luz con la campaña de Estados Unidos? Esas milicias Trump, armadas hasta los dientes, en traje de camuflaje, parecen la guardia pretoriana de un presidente imperial, como los germanos que protegían a Calígula. Dado que uno de los asesores del candidato ha amenazado a Clinton con un fusilamiento, no es tranquilizador ver desfilar a los nuevos bárbaros con rifles de asalto. Que el Ku Kux Klan haya irrumpido en campaña nos presenta otra nota poderosa de arcaísmo, su carácter siniestro. En realidad, cuando escuchamos el vídeo del candidato hablando de él y las mujeres, es difícil no creer que estamos en uno de esos monólogos del dueño del salón de la serie Deadwood, una historia acerca del nacimiento de la nación mucho más realista que la de Griffith. ¿Y qué decir de esa frase, «aceptaré el resultado solo si gano»? ¿No parece pronunciada por Tony Soprano?

Cuando comparamos estos arcaísmos, los celtíberos no salimos malparados. Pero es solo una apariencia. Los arcaísmos, como el inconsciente, no conocen ni espacio ni tiempo, ni bien ni mal. Son lo peor siempre. Nuestro arcaísmo más profundo no es relacionarnos con el poder como con una tajada de carne. Nuestro peor arcaísmo es la caza inquisitorial. Muchos políticos han robado durante las dos últimas décadas millones de euros. Eso generó la indignación de la mayoría de los españoles. Fue una reacción proporcional y discriminada. En la mayoría de los casos, y con solventes excepciones entre las que se halla este periódico, la prensa no hizo otra cosa que publicar filtraciones de los juzgados. Investigación de fondo, no vimos mucha. Discriminación tampoco. Así se llegó a una moralización insoportable de la vida pública que amenaza con confundirlo todo para demostrar la universal corrupción humana.

Así empezó una pauta de conducta que rebuscaba tuits de un concejal en la época „¿quién no la ha tenido?„ en que era un poco bocazas; o buscaba denunciar un contrato postdoctoral de un político de primer nivel que cualquier universidad de cualquier Estado civilizado se habría preciado de tener en sus filas; o se denunció a unos titiriteros por hacer su oficio, tan viejo como el mundo, la parodia más o menos afortunada. Ninguno de estos casos fue propio de la vigilancia y el control debidos a la actuación de representantes políticos. Fue sencilla pesquisa inquisitorial moralizante que contrastaba con la impunidad de la clase política durante décadas. Esa forma de actuar no persigue someter la actuación de los representantes políticos a la transparencia debida. Persigue confirmar una idea. Todos somos corruptos si buscamos bien. No es cuestión política. Es una cuestión moral. No es cuestión de los representantes políticos, sino de la naturaleza humana.

El republicanismo no tiene una idea especialmente buena de la naturaleza humana. Pero si alguien no es un representante político sólo tiene una medida de juicio: la violación de la ley o de las promesas. Si no se viola la ley, o una promesa formal, no hay juicio ni caso. Sólo cuando se es un representante político hay algo más, a saber, la responsabilidad política, cuando alguien sometido a tu poder ha violado la ley o las promesas públicas. Sorprende que en un país donde la responsabilidad política no se exige nunca, se ejerza el juicio moral con una saña raída y arcaica carente de concepto. Esta es la esencia del caso Espinar. Si la crítica que ejerció contra la casta hubiera sido sólo política, ahora no habría caso. Sencillamente estaríamos ante una operación legal de compra-venta de un piso de alguien que no prometió ser un santo. Quizá en la más estricta comunidad puritana, su actuación sería censurada. Pero lo que se ha lanzado contra el senador de Podemos es una censura moral, no política. Espinar no era representante de nadie ni de nada cuando ocurrieron los hechos. Ninguna promesa lo vinculaba a no ejercer esa acción. Por lo tanto, desde un punto de vista público, no puede ser acusado de nada. Sólo porque él juzgó moralmente, ahora se le juzga así. Su juicio fue tan indebido como el que ahora recibe.

Lo que busca una investigación de este tipo es producir una acusación de dudosa moralidad, capaz de provocar una autodefensa que aumente la acusación misma. Esa es la trampa y en ella ha caído Espinar de lleno. La única defensa de este asunto era decir: se trató de un acto comercial privado llevado a cabo según la ley. Punto. Si no hubo irregularidad administrativa, silencio. Que la misma agencia que debía velar por la limpieza administrativa, ahora, años después, lance sombras de duda sobre aquellas actuaciones, resulta infame. Proyectar la descalificación moral por hechos legales de hace años, respecto de alguien que sólo después se elevó a representante político, eso es un arcaísmo tenebroso. Sin embargo, Espinar ha entrado en la cuestión de la moralidad, primero acusando y luego defendiéndose, y así hace el juego a la hipocresía inquisitorial. Nadie sale bien parado de su propia defensa moral en público. Esto debería avisarnos acerca de la urgencia de distinguir entre moral y política.

Pero me temo que ese es nuestro arcaísmo. Ante la debilidad del terreno en el que se colocaba Espinar, Pablo Iglesias ha reaccionado de un modo inadecuado, mezclándolo todo todavía más. Prisa hace su juego político, pero no es el nuevo Anticristo. Rita Maestre es la alternativa a Espinar en Madrid, pero no por ello es cómplice de Prisa, como lo demuestra en su correcta y elegante entrevista en Infolibre. Pero hay que degradar moralmente al adversario, hay que afirmar su indignidad, a fin de tener una coartada para violar la imparcialidad que es la responsabilidad política propia de un secretario general. Esto es responder a un arcaísmo con otro arcaísmo. No es contribuir a un Podemos serio y maduro. Y por eso se ríen los que acarician su premio gordo de Navidad. Pues el arcaísmo es su terreno preferido.