El cambio político tan esperado ha significado que felizmente se den algunas respuestas políticas concretas ante la «emergencia social» de deshaucios, precariedad, paro y recortes de prestaciones públicas. Pero no ha ocurrido lo mismo ante el estado de emergencia climática. En contraste, no hay nada parecido en resultados climáticos palpables en Valencia más allá de una retórica nebulosa salpicada por alguna actuación aislada carente de significación global.

Las proclamas políticas valencianas en favor de la lucha contra el cambio climático repiten a coro los cantos de sirenas que ilusoriamente externalizan las actuaciones concretas y evaluables a un futuro alejado e incierto fuera de la actual legislatura. Sin compromisos presupuestarios, sin foto de situación ni indicadores socioambientales, sin datos constrastables y evaluables, sin concreción temporal, sin áreas de competencia y responsabilidad institucional transversales. Como mucho, solo se aluden a actuaciones sectoriales casi anecdóticas. Pero si se optara realmente por despertar de la pesadilla del crecimiento por el crecimiento y se tomaran en serio las temibles amenazas del cambio climático, cuyas causas no solo están en el modelo de producción energética, son obligadas algunas preguntas incómodas. Por ejemplo, si nos centramos en una de las actividades con más emisiones contaminantes de carbono, como es el transporte, tendremos que plantearnos si al final de este ciclo político habremos reducido el volumen total del uso del coche y sus emisiones contaminantes en Valencia y la Comunitat Valenciana.

Pero paradójicamente ocurre que para esta legislatura ni el Ayuntamiento de Valencia ni la Generalitat tienen objetivos concretos de reducción del uso global del coches y camiones contaminantes. Tampoco existen indicadores públicos y transparentes municipales o autonómicos al alcance de la ciudadania para poder conocer nuestro estado de situación, si avanzamos o no en la disminuición de las emisiones de CO2 del transporte motorizado (éste representa aproximadamente el 24 % de los contaminantes climáticos y consume el 23 % de la energía). Sí sabemos que en el 2015, en pleno auge de declaraciones contra el cambio climático y del Acuerdo de Paris impulsado por la ONU, el consumo de productos petrolíferos aumentó en España un 2 %, en gran parte por la demanda del transporte. Esta es una de las explicaciones (junto a la razón principal del aumento de la quema de carbón en las centrales térmicas) del porqué España y Valencia están a la cola de Europa en reducción de CO2. España aumentó las emisiones de CO2 en 4 % en el 2015 mientras que la gran mayoría de países europeos las redujeron.

Existe una falta de voluntad política por parte de las autoridades para asumir las competencias climáticas valencianas que atajen las llamadas emisiones dispersas (como son las del tráfico de vehículos) junto a las de otros sectores como son la agricultura, la vivienda, la educación, el consumo o la industria. Sabemos muchos detalles de las emisiones de CO2 del mix eléctrico del sistema energético bajo competencia estatal pero nos enteramos muy poco de las fluctuaciones del volumen total del transporte motrizado a base de gasolina y gasoil, si crecen o bajan las emisiones globales del tráfico valenciano. Mucho me temo que estas cifras, que fluctúan al vaivén del momento económico, no sean nada favorables al clima ni mucho menos a nuestra salud.

Poner coto a la espiral de males ambientales de la dictadura del coche poco tiene que ver con la mágica retórica de la «movilidad sostenible» que reduce ésta a la bienvenida peatonalización de unas cuantas calles en el centro histórico de Valencia o a mejorar los carriles bici. Nada ayudará a la sostenibilidad ecológica si no se reduce al mismo tiempo el volumen total de penetración y de circulación de coches en el conjunto de la ciudad, en su centro y en las autovías metropolitanas. Además, la mejoría del medio ambiente urbano será imposible si continúan las ingentes inversiones de dinero púbico en grandes aparcamientos atractores del tráfico privado, como son los de la Plaza de Brujas (que desvía cuatro millones de euros que extrae de la rehabilitación del Cabanyal) y el de la Plaza de la Reina. Estas caras infraestructuras atrapan al ayuntamiento en el círculo vicioso de buscar la rentabilidad económica de las mismas, lo que a su vez fomenta perversamente el tráfico privado que se ha de limitar globalmente bajo el imperativo climático.

Los buenos propósitos sostenibles llegan al delirio con el proyecto de ampliación de carriles de la V30 que queriendo combatir los atascos de horas punta con más viales alimenta más atascos, el infarto circulatorio y las inacabables demandas del tráfico privado. También el acceso Norte para acortar en unos kilómetros la ruta de coches y camiones al Puerto de Valencia significará más sal en las heridas ambientales de los barrios maritimos y la ciudad. La sangría de este nuevo by-pass litoral destinado a satisfacer el apetito insaciable del puerto aumentará el tráfico de mercancias por carretera sustrayéndolo de las vías ferreas climáticamente más limpias.

Las nuevas autoridades valencianas progresistas continúan fieles al mito de las grandes infraestructuras viarias ignorando la ley de los vasos comunicantes: cuanto más espacio y facilidades tengan los vehículos humeantes, más tráfico habrá. Así, kilómetro a kilómetro, España ha llegado a ser el país con más asfalto de autovías de toda Europa y un patito feo de las emisiones climáticas europeas. Pero la coherencia y la responsabilidad son virtudes políticas de primer orden ante la emergencia del caos climático en curso. Por ello los mismos motivos climáticos muy fundados del aumento de tráfico empleados por la Conselleria de Medi Ambient para rechazar el complejo comercial Puerto Mediterráneo en Paterna, también deben servir contra los proyectos de ampliación del espacio para los vehículos con motores de combustión: el acceso Norte al puerto, la V30 y los nuevos aparcamientos en centros urbanos.

La crisis climática no permite la vuelta atrás y por ello exige giros políticos y económicos radicales y urgentes. En el transporte es obligada la prioridad en favor del transporte público, unas ambiciosas restricciones al uso del coche privado y a los aparcamientos rotatorios urbanos, prohibiciones a la circulación de vehículos diesel en zonas determinadas de las ciudades, una fuerte fiscalidad disuasoria de la penetración del coches en los centros urbanos, la potenciación del ferrocarril de cercanías y para mercancías y la clara prioridad espacial para peatones y ciclistas. El cambio climático ofrece una gran oportunidad para regenerar el tejido comunitario urbano y para moverse de forma mucho más sana, segura y justa.