Explícitamente racista, sexista y xenófobo, y presumiendo de la ideología que pensábamos enterrada después de los fascismos en Europa o de la dura batalla por la conquista de los derechos civiles de los negros en EE UU. Así es el nuevo presidente de la nación más poderosa del mundo, Donald Trump, que se presentó a los comicios como si se tratara de un reality show, con un indefinido programa en cuestiones como la economía y explotando las emociones del electorado con el miedo al diferente, la violencia, la inseguridad y la amenaza. Pero Trump también es el primer presidente que tiene el apoyo explícito del Ku Klux Klan y a los americanos no les importa. Y eso da aun más miedo.

Su victoria es el testimonio más claro del fracaso de los valores democráticos, precisamente por la irresponsabilidad de la clase política de mantener y comprometerse con un modelo. Es además un fracaso de la afección a un sistema desde la política, la banca, las empresas y también los medios de comunicación, como advirtió el pensador Noam Chomsky. Una decepción que alimenta la frustración de las clases medias y trabajadoras, por eso Trump ha conectado con buena parte de ese electorado.

Pero este nuevo paradigma no es exclusivo de EE UU, porque el triunfo de la ideología del odio se reinstauró en Europa a partir de los años ochenta del siglo XX, impulsada por los partidos de extrema derecha. Desde entonces no han parado de crecer y afianzarse con unas variables ideológicas compartidas y claramente diferenciadas: nacionalismo, populismo y autoritarismo. Además de una militancia y unas propuestas políticas que han contagiado a los partidos tradicionales modificando la agenda política. Los radicales han conseguido en poco más de treinta años, pasar de los márgenes al centro del debate político, ya que antes no eran aptos como socios de gobierno, el denominado {cordón sanitario» que se ejerció en Austria con Haïder.

Ahora el triunfo de Trump supone un paso más para la institucionalización y propaganda de sus homólogos europeos, como el Frente Nacional, el Ukip, el Hobbik, o España 2000 que felicitan al nuevo inquilino de la Casa Blanca al que han apoyado desde el inicio de su campaña.

En España un 10 % de la población percibe a los inmigrantes como una amenaza para la «cultura patria» según el último barómetro del CIS y las formaciones de derecha radical como Democracia Nacional, PxC o E2000 logran casi 100.000 votos. Estos indicadores más visibles no son los únicos para analizar el caso español, ya que el verdadero peligro se encuentra en la normalización de esta ideología, su permisividad e impunidad especialmente en Internet y la falta de preocupación institucional de la propagación del odio.

El 11-S marcó un nuevo orden geopolítico, y 15 años más tarde, también en EE UU, se confirma un insólito ciclo histórico alejado de los principios democráticos, aunque para Trump sea sinónimo de grandeza para su país. Paradójico que este naufragio del modelo suceda en la nación considerada ejemplo de democracia según Tocqueville porque «surgió de la voluntad de los hombres de vivir en igualdad de condiciones».