El mal es triste. Esa es la conclusión que saco cuando veo la cara de Millet explicándose. Triste y aburrido. Cuando hace años Maragall anunció aquello del 3 % en plena sesión del Parlament, nos dijo todo lo que teníamos que saber. Lo que hemos conocido después, es poca cosa y tardar diez años en lograrlo es deprimente. Esa breve distancia es la que va del narrador al confeso. El contenido de realidad no cambia. A la corrupción se puede aplicar el argumento ontológico. Si pensamos en el ser más perfecto posible, tenemos que pensarlo existente. De la misma manera, Maragall nos describió la corrupción de forma tal y en sitio tan solemne, que era necesario que fuera real. De lo que nos enteramos luego fue del motivo por el que nadie protestó durante décadas. La lógica la adelantó el Lazarillo. ¿Cómo sabía el ciego que Lázaro se comía las uvas de tres en tres? Porque el amo se las comía de dos en dos y el zagal no protestaba.

El PP no protestaba porque Bárcenas iba más deprisa que Millet. Así se entregaron todos al mismo mal. Y para sepultarlo en el olvido, Rajoy amenaza a Rivera con la maldición de convertirse en estatua de sal si mira al pasado. Sin embargo, el Gobierno de Rajoy, que no sabe qué hacer con Cataluña, tiene que desobedecer su propia recomendación y mirar con lupa el pasado de Convergència, para ver si llega a tiempo de empapelar por delitos comunes a los que preparan una secesión. Contradicciones de la vida. En el fondo, tenemos aquí algo parecido a un lema de la serie Juego de tronos: quien está muerto no puede morir, dicen esos hombres feroces. Rajoy los imita. Quien ya es una estatua de sal, no tiene miedo de convertirse en ella. Por eso puede mirar al pasado, pero solo en una dirección: en la que miraba justo cuando se quedó cristalizado. En esa dirección está Cataluña.

Rajoy es una estatua de sal perfecta, solo que ignoramos cuál es el pasado concreto hacia el que mira, si 1640, 1714, 1934 o directamente 1939. Para ser sinceros, tampoco sabemos hacia dónde miran Puigdemont y cía. Desde luego no están leyendo Hacia la paz perpetua, de Kant, ese fino texto que hace depender una legislación justa de que se forme a través de la publicidad. Que se esté jugando al gato y al ratón con una ley que concierne a la totalidad de la res publica hispana, testimonia la locura a la que se ha llegado. La consecuencia ya la sabemos. La reducción de la política a la mínima expresión, al tiempo que el Tribunal Constitucional se eleva al verdadero poder soberano. No podemos olvidar que fue el propio PP el que inventó el juego. Pero tampoco que Junqueras y Puigdemont lo siguen con fruición.

Que el destino de españoles y catalanes dependa de esto y de esta forma, es algo que clama al cielo. ¿Alguien de verdad cree que las cosas se hacen así, como se están haciendo? Miremos un posible curso de los acontecimientos, una sesión habitual del Parlamento catalán. Con un orden del día, pongamos, para regular la lotería catalana. Entonces, en medio de la sesión, un grupo de parlamentarios dice que el orden del día se va a cambiar para aprobar la ley de independencia. La previsión es que esa moción se someta a votación y se cambie el orden del día. Entonces se enseña a los parlamentarios el proyecto de ley del que dependerá la deuda pública del Reino de España y las pensiones de los catalanes y se les pide a los diputados que, sin conocimiento ni debate previo, se vote esa trascendental ley. Eso sí: se dice que solo entrará en vigor si el pueblo la aprueba luego en referéndum. En media hora ya son independientes. De repente, algo que solo conocen una decena de personas se convierte en la ley fundamental de una nueva república.

¿De verdad alguien cree que esto es serio? Estas cosas solo se hacen si hay un poder coactivo. Si no es así, dudo que un parlamentario consciente de su dignidad se quede en su escaño por voluntad propia. Esté o no de acuerdo con la independencia, no podrá estarlo con esta independencia. Los parlamentos se destruyen a sí mismos si asumen una lógica hasta ese punto plebiscitaria y si se entregan de pies y manos a un poder ejecutivo que trabaja en el secreto y le impone un trágala. Para eso, el Ejecutivo bien podría saltarse el trámite y proponerle directamente al pueblo catalán la aprobación de la constitución que redacte el tribuno Pi-Sunyer. Al menos, esto tendría una ventaja: no ridiculizaría al propio Parlament de Catalunya. En términos de contenido, todo parlamento moderno tiene dos funciones: buscar compromisos y controlar las burocracias que impulsan la acción de gobierno. La estrategia de Puigdemont y los suyos elimina de raíz ambas funciones.

España ha tenido el triste destino de tener dos experiencias republicanas, pero ninguna de ellas estuvo sostenida por un espíritu republicano a la altura de las circunstancias. Si estos son los antecedentes de la república catalana del futuro, no permiten augurar tampoco un futuro espléndido. Una vez más, todo estaría sometido a una confusión fatal. Tendríamos así una república inviable. ¿O es que alguien puede creer que el Parlament podría reponerse de semejante práctica? ¿O que el poder que emerja de ahí no estará condenado a repetir estrategias parecidas? En política, una vez que se inicia una vía ignota, no hay marcha atrás. El primer paso impone un destino como una condena.

Pero lo más impresionante de todo esto es, seguramente, que frente a este tipo de procesos, los millones de ciudadanos españoles no podamos tener otra opción que ser espectadores incrédulos, pero impotentes. Somos nosotros los que nos hemos convertido en estatuas de sal, y no mirando desde luego al pasado, sino al presente. Porque cuando un gobierno apuesta por la inoperatividad y la ineptitud, convierte a su pueblo en impotente y paralizado. En estas condiciones, la fractura es propia de las situaciones numantinas. Claestres, en su célebre libro de Antropología política, mostró la guerra ritual como el expediente que garantizaba la reproducción de la diferencia, la separación y el odio entre pueblos. Así se calmaba la angustia de disolución de un grupo en otro. La clase política catalana prefiere seguir ese camino a disolverse en una franquicia española. Y eso es comprensible. Pero esas guerras rituales estaban conducidas por héroes suicidas, cuyo carisma era recordado porque sabían que iban a la muerte y su valentía no tenía funciones de poder, sino sólo de inmolación.

Es dudoso que Puigdemont y sus hombres se sientan atravesados por ese espíritu carismático de los guerreros suicidas que describió Claestres. Por lo que hemos visto en las declaraciones de Mas y de Homs, estos se comportan más bien como agentes de seguros, sagaces calculadores de riesgos en sus juegos legales. Más o menos como Bárcenas y Millet. Y eso nos lleva a recordar la última tesis de Claestres: que cuanto más cercanos o parecidos son los grupos primitivos, más poseídos están por la angustia de fusionarse entre sí y más necesidad tienen de luchas rituales para diferenciarse. Así llevamos siglos.