No hay (no puede haber) ninguna norma jurídica, y mucho menos política, que sea neutral, ni natural, ni revelada. Todas son opciones. Todas resultan de un interés, una preferencia, una forma de entender el mundo. La idea de que la política es el arte de lo posible es correcta: la política, por decirlo al modo de los griegos, trata de aquellas cosas que pueden ser de otra manera. Durante una época leí mucho sobre democracia y aprendí que también ésta puede ser de muchas maneras. Una tipología muy conocida es la del simpático politólogo canadiense C. B. Macpherson, quien estipuló que había modelos de democracia que ponían el acento en la protección de los ciudadanos frente al abuso del poder, otros, el desarrollo y la mejora de la humanidad; había democracias entendidas como equilibrio, y otras que se caracterizarían por la participación.

La clasificación de Macpherson siempre me pareció más atractiva que la división, más bien tosca, entre democracias directas y participativas, pero si hay una que, en mi opinión, siempre da juego, es la que distingue entre democracias jóvenes y consolidadas. Nuestra democracia es joven, lo es, al punto de que mucha gente (y locutores de televisión) confunde el poder ejecutivo con el legislativo, y dice cosas raras como que «el gobierno aprobó tal o cual ley». No, las leyes se aprueban en el Parlamento, que es donde deberían intercambiarse (y modificarse en algún punto), opiniones, argumentos y aspiraciones legítimas. En este sentido, las todavía novedosas propuestas inspiradas en la idea de análisis de impacto regulatorio y Better Regulation insisten en la necesidad de elaborar políticas de forma transparente, basándose en un conocimiento exigente de la sociedad a la que se aplican, y con el respaldo de las opiniones de los ciudadanos y la participación de las partes interesadas. Es cierto que la democracia se dice de muchas maneras, pero siempre tiene que ver con el poder que temporalmente detenta una mayoría. Creo que València ha sido un páramo (en muchos sentidos) durante demasiado tiempo y que el nuevo gobierno de la Generalitat, y en particular el nuevo consistorio está llevando a cabo excelentes iniciativas en ámbitos de primer orden: la igualdad (más allá del género) y el cuidado medioambiental. No sólo es lógico, sino que resulta preceptivo que piensen e implementen aquellas opciones normativas que de acuerdo con los principios que inspiran sus programas, consideren mejores.

La polémica cuestión del carril bus invita, sin embargo, a una reflexión: en una época en la que la extrema derecha más descerebrada no duda en apelar, con notable éxito, a las emociones más embrutecedoras y al apoyo de los intereses financieros y mercantiles más oscuros y siniestros, ¿por qué la izquierda no es capaz de articular un discurso racional, pero también sensible, que convenza a grupos de ciudadanos más allá de sus votantes? Creo que muchas de las estupendas iniciativas de trasfondo racional y ecológico (el anillo ciclista, por ejemplo) requerirían de un doble esfuerzo: uno en el momento de la deliberación, de la construcción -con mayor motivo en un contexto de políticas de pactos- y otro en la implementación, en la emocionante posibilidad de, tomándose en serio la idea de la mejora legislativa buscar la actitud colaborativa, prevenir la reacción airada, adelantarse (por un exigente conocimiento de la sociedad donde se aplican las normas) a la protesta y a la objeción de las formas, para conseguir el humilde pero complicadísimo objetivo de toda mediación sabia y exitosa: que todas las partes salgan moderadamente insatisfechas.