Los debates universitarios de competición simulan los de la contienda política. Entre las diferencias: se sortea la posición a defender, no hay ataques personales, y se penaliza el uso de citas o datos falsos. Entre las similitudes: no se amonesta el uso de falacias lógicas (argumentos incorrectos, más o menos tramposos, con apariencia de validez, y difíciles de rebatir en la premura del debate). Los jurados valoran, entre otras cualidades, la capacidad de mostrar la propia consistencia y de hacer tambalear la defensa del equipo que sostiene la posición contraria. La búsqueda de la razón no es la meta, se persigue la victoria. En cualquier caso, como ejercicio de habilidad, método de aprendizaje y concurso deportivo, son debates útiles y educativos.

Frecuentemente afloran argumentos falaces, con mayor urgencia desde la posición más incómoda o difícil de defender. El carácter didáctico del concurso debería incluir la revelación de las falacias con posterioridad a la entrega de premios. De otra forma se consienten y tintan de cierta normalidad. Los argumentos falaces son un tipo de fraude, conocerlos y comprenderlos un valioso objetivo del sistema educativo. ¿Qué les parecería el siguiente?: «El alumno será capaz de descubrir las falacias más comunes en el discurso ajeno tratando de evitarlas en el propio».

Respecto del debate real, algunos medios publican informes de verificación de datos lanzados por nuestros políticos. El resultado parece ser testimonial y posiblemente solo habrá algún efecto corrector si la verificación se hace y publica durante el mismo debate, y con conocimiento del orador. En cualquier caso, los argumentos falaces escapan a la verificación y raramente se reprochan o afean. Los políticos abusan de ellos intentando descolocar al oponente o desenfocar la atención sobre el tema. No solo asoman por descuido u ofuscación (producto del ansia de imponerse y debilitar al contrario), también se gestan consciente y, por tanto, deshonestamente. Y es descorazonador que, incluso, se ensalce al embaucador calificándole de gran parlamentario.

La tolerancia a la falacia tal vez tenga como causa profunda un valor que nuestra sociedad competitiva fomenta y transmite, a saber: busca ventaja y aprovéchala. Un valor que referido a un ser humano respecto de otro mejor estaría confinado en el ámbito de la competición deportiva. En el debate político la ventaja se fabrica frecuentemente con falsedades o con información privilegiada, pero también con métodos más sutiles, entre los que está la imprecisión, que, manejada conscientemente, es egoísta e interesada. La precisión se predica, habitualmente, de la ciencia y la tecnología, y de su progreso. ¿Por qué no exigirla también en el debate político? Argumentos correctos con datos precisos quizás favoreciesen el progreso social.

La precisión está comprometida con la verdad y la coherencia, con buena disposición a respetarlas y valorarlas en el discurso del adversario. Si el gusto por la precisión anidase en ambas partes debatientes, y si fuese superior al afán de victoria, la razón y la verdad tendrían su oportunidad como ganadoras del debate. Ello no supone necesariamente el acuerdo, pero sí la claridad. En caso de discordia, cada parte, debatiendo con precisión, llegaría a explicitar los principios que cimientan el desencuentro. Principios frecuentemente maquillados en manos del marketing electoral, en la construcción de la imagen buscada.

Y si no todos se comprometen con el debate riguroso, la opción progresista solamente lo será si usa el dato acertado, el argumento justo y la conclusión correcta; si enfrenta el debate con precisión y persevera en ello.