Nuestro sistema electoral ha recibido numerosas críticas en los últimos años, particularmente por los partidos minoritarios de ámbito nacional que lo consideran injusto, incluso antidemocrático, en algunas de sus reglas.

La primera y principal crítica en la que coinciden numerosos partidos políticos, en particular los minoritarios, así como analistas y estudiosos, se refiere al valor desigual del voto de los españoles en las elecciones generales al Congreso de los Diputados. Esta crítica también puede aplicarse con matices a las elecciones a los parlamentos autonómicos y con matices a las elecciones al Senado.

En efecto, el voto de un español en Soria, la provincia menos poblada de España, vale mucho más que el voto de un español en la inmensa mayoría de las provincias españolas. Es decir, visto desde otro punto de vista, para ser diputado por Soria el número de votos necesario es muy inferior al número de votos necesarios para ser diputado por Madrid.

Esta desigualdad se debe a cuatro reglas establecidas en la Constitución, y a la interpretación que de las mismas ha hecho la legislación electoral desde 1977. Como es sabido, la Constitución por una parte establece que la circunscripción electoral es la provincia; por otra, que el número de diputados será de 300 como mínimo y 400 como máximo; en tercer lugar que el número total de diputados se distribuirá asignando a cada provincia un número mínimo inicial, adjudicándose el resto de escaños en proporción a la población; así como que tanto en Ceuta y Melilla se elegirá un diputado (artículo 68 de la Constitución).

El legislador, al desarrollar estos requisitos, debería haber tenido en cuenta el principio de igualdad de los españoles, «sin que pueda prevalecer cualquier otra condición», como ordena el artículo 14 del texto constitucional, pero es discutible que haya sido todo lo fiel que debiera al principio de igualdad que la Constitución exige.

Las cuatro reglas constitucionales que antes hemos referido dificultan la elaboración de un sistema electoral en que el voto de todos los españoles valga lo mismo con independencia de en dónde se vote. Pero las dificultades mayores provienen de la legislación electoral, reformada varias veces desde 1977, en la que permanece constante el número de 350 diputados, así como el mínimo de diputados por provincia que se estableció en 2, y uno en las ciudades de Ceuta y de Melilla (esto último por mandato constitucional), lo que arroja la cifra constante de 102 diputados desde las primeras elecciones generales de 1977. Y aunque el resto de escaños, hasta el total de 350, se distribuye de acuerdo con la población de cada provincia, el condicionante previo de los 102 diputados hace imposible cumplir el objetivo de la igualdad del valor del voto de todos los españoles. Ahorraremos aquí los tediosos cálculos que acreditan dicha desigualdad que es de todos conocida.

Antes de seguir adelante, conviene decir que la ausencia de igualdad del voto de los ciudadanos en las elecciones generales de los Estados de la Unión Europea, y fuera de ella, no es excepcional. No obstante, en España, hasta la fecha, el partido vencedor por número de escaños ha sido siempre, a su vez, el vencedor en número de votos populares. Por el contrario, en algunos países, por ejemplo en Estados Unidos, la desigualdad del valor del voto dependiendo del Estado en que se vote en las elecciones presidenciales ha dado como resultado, en las últimas elecciones, que haya vencido Donald Trump con 3 millones menos de votos populares que su contrincante Hillary Clinton.

Para alcanzar la igualdad del voto de los españoles, que es deseable, caben varias soluciones. Una primera sería modificar el artículo 68 de la Constitución dejando en blanco el número de diputados del Congreso, cuya determinación se remitiría a lo que dispusiera la legislación electoral. Así, con solo esa modificación, manteniendo la provincia como circunscripción electoral, se podría asignar un diputado a la provincia con menor número de votantes censados, y asignando a las demás provincias el número de diputados resultado de dividir el número de votantes censados en la provincia matriz por el número de votantes censados en cada una de las provincias. Naturalmente, la aproximación a la igualdad exigiría incrementar el número de diputados por encima de 400, y mientras se mantuviera la provincia como circunscripción seguirían quedando restos de votos a los que no se podría adjudicar un diputado.

Para aproximarnos más al principio de igualdad del voto de los españoles sería necesario liquidar la provincia como circunscripción electoral, lo que exige igualmente la reforma de la Constitución, y que los españoles votáramos en una única circunscripción electoral de manera que el número de diputados de cada partido político fuera el resultado de dividir el número total de votos emitidos en cada elección por el número total de diputados asignados al Congreso de los Diputados por la legislación electoral que podría reducirse. Pero, aun así, nos encontraríamos con restos en dichas divisiones, que habría que despreciar o primar, con lo que seguiríamos sin cumplir fielmente el principio de igualdad.

Cualquiera que quiera hacer los correspondientes cálculos, que obviamos aquí, llegará a la conclusión de que con este segundo sistema tampoco es posible la igualdad absoluta, aunque incrementáramos el número de diputados por encima de 400, lo que de todo punto resulta no recomendable en los tiempos de austeridad en que vivimos.

La conclusión que comparten los analistas más conspicuos es que la igualdad absoluta es imposible, véase como botón de muestra las elecciones al Parlamento Europeo en que el distrito electoral es España y que siendo el más igualitario, sin embargo, deja restos que premian a los partidos más votados, de acuerdo con nuestra legislación electoral.

En cualquier caso, nos parece que el sistema proporcional, en sus distintas variantes, es el más adecuado para que en el Congreso esté representado el pluralismo político de la sociedad española. Porque, si optáramos por un sistema mayoritario, como el que existe en Reino Unido, millones de votos de españoles quedarían sin representación alguna en el Parlamento.

Cuando se diseña un sistema electoral, además de cumplirse el objetivo de la igualdad del voto de los españoles, también debe ser tenida en cuenta la gobernabilidad del Estado. Los sistemas extremadamente proporcionales, está demostrado, propician la inestabilidad gubernamental que repercute desfavorablemente en los ciudadanos. El caso de Italia es paradigmático, porque parecería que a los italianos les gusta la inestabilidad gubernamental, acreditada por el rechazo en el referéndum de 2007 de una reforma electoral que, entre otras cosas, pretendía aproximar el sistema electoral italiano al español. Por el contrario, en Grecia el sistema electoral es proporcional, pero prima con 50 escaños al partido ganador en votos con la finalidad de favorecer la gobernabilidad. Y son otros muchos los mecanismos que se utilizan para evitar una excesiva fragmentación del parlamento, como el de fijar umbrales mínimos de votos para que un partido o coalición electoral pueda entrar en el reparto de escaños.

La gobernabilidad se corresponde, irremisiblemente, a la posibilidad de que puedan pactarse gobiernos de coalición o acuerdos parlamentarios que den estabilidad a los gobiernos. Sin estabilidad gubernamental es muy difícil afrontar los retos que tienen las sociedades occidentales. De manera que hay que calibrar los aspectos señalados, proporcionalidad que se aproxime al axioma del mismo valor de todos los votos y estabilidad de los gobiernos que salgan de las urnas.