Burlington. Ontario. Canadá. El dolor en la rodilla izquierda resulta insoportable. La noche anterior apenas podía mover la pierna. Acababa de aterriza del vuelo Barcelona-Toronto junto a su esposa y a su hijo y apenas logró conducir hasta el hotel. A las seis de la mañana, y después de consultar a la aseguradora con la que tiene suscrita una póliza en España y que se compromete a abonar los gastos, ella pregunta al recepcionista por un médico. El trabajador del hotel le responde telefoneando directamente al servicio de emergencias para que envíen una ambulancia.

Advertido, él baja a recepción y se topa con la ambulancia ya en la puerta. Explica al conductor y al auxiliar de este vehículo con estructura de furgón blindado y colores chillones que quizás su caso no sea para tanto. Le responden que la medida más adecuada consiste en ir al hospital Joseph Brant, el único de la ciudad, ya que ellos no pueden diagnosticar. Acepta ante el dolor que sufre y lo trasladan.

Entra en el recinto hospitalario a las 6,30, hora local, de la mañana del 19 de agosto de 2017 por sus propios medios. Allí, tras un rápido interrogatorio sobre si sus molestias surgieron antes o después de pisar suelo canadiense, le instan a dirigirse, como etapa previa, a un lateral de recepción. Una administrativa, parapetada tras una cristalera, le entrega, a modo de saludo, la hoja de tarifas. 625 dólares vale la simple acogida y atención en el hospital. Es el precio mínimo. Para empezar. Si quieren seguir hablando, necesita ya la tarjeta Visa de crédito del paciente. Una vez recibida, la pasa por el datáfono. Entonces comienza a preguntarle datos personales y, después de rellenar su historial, lo remite a la sala de espera.

Con paredes desconchadas, colores grises y un cajero automático, la citada sala de espera está vacía, sin otros pacientes. Aguarda a que lo llamen. Pasan los minutos. Incluso las horas. Los trabajadores transitan con sus cafés, con sus charlas matutinas. Ninguno se dirige a él. Llega un lugareño con ataque de asma. A las 8,30 le llaman para guiarle a una segunda sala de espera. Allí le comentan que igual tienen que hacerle una radiografía. Pregunta si va incluida en el precio. Le responden que puede que no.

A las 9 de la mañana aparece una señora que se identifica como doctora, aunque no lleva la bata característica ni credencial identificativa. Le pide que le siga a una diminuta consulta. Le pregunta por las molestias que sufre. Le hace una ligera exploración de la rodilla y le comenta que retornará en breve. Y que cuando lo haga él deberá abonarle 60 dólares en metálico, ya que la facultativa ejerce como profesional externa al hospital. El paciente responde que únicamente lleva la Visa. La doctora le recuerda que hay una máquina expendedora de billetes en la sala de espera y se marcha. Él todavía no sabe cuál es el diagnóstico.

Saca dinero. Aguarda. No aparece nadie. Pregunta en recepción. Le indican que siga esperando. 20 minutos después llega la doctora con un listado de instrucciones y de medicamentos que debe adquirir, todos sin receta. Primero le cobra los 60 dólares. Luego, interrogada por el afectado, le da su diagnóstico. Por suerte, el problema no es grave. La añade que en el precio tiene incluidas tres pastillas que le darán en recepción y se marcha. Él acude al recepcionista, que le entrega las píldoras y, en un diminuto vaso de chupito, el agua justa para ingerirlas. Pregunta cuál es el siguiente paso y le dicen que se puede ir. Cinco días después, ya le han cargado 600 euros en su cuenta. Antes incluso de que le llegue la factura a su domicilio.

Mientras sale del edificio con la misma cojera con la que entró recuerda su Valencia natal, la luminosidad del hospital La Fe, el esmero con que lo trataron la última vez que acudió a urgencias del Hospital General por un golpe en la cabeza, la celeridad con que lo atienden en el centro de salud al que está adscrito, en la plaza Nápoles y Sicilia. También le vienen a la mente las penumbras del hospital Royal Victoria de Banjul (Gambia), que visitó años atrás.