El escritor y polemista inglés Chesterton aseguraba que la locura no consistía en perder la razón sino todo lo demás. No es probable que se refiriera a la locura psiquiátrica, aunque también en ese ámbito hay enfermos mentales que conservan -incluso acrecentado- el raciocinio lógico, numérico o narrativo, capaz de componer universos mentales complejos y coherentes, pero ajenos a la realidad.

Hay, no obstante, otro sentido más común de la locura que afecta a personas en plenitud de sus facultades mentales pero que se conducen sin hacerse cargo de la realidad. Es el caso, por ejemplo, de quien circula a una velocidad temeraria por vías urbanas pobladas de viandantes y que, con toda razón, suele recibir el reproche de «loco». Así que es posible estar perfectamente sano y, no obstante, haber perdido la cordura y conducirse o discurrir como alguien que no tiene en cuenta la realidad ni sus condicionantes.

Esa falta de la determinación para habitar la realidad y sus consecuencias da lugar a las conductas o los pensamientos delirantes, de los que sus autores son tan perfectamente culpables como ajenos se tuvieran a las consecuencias de sus hechos. Esa es precisamente la forma de su responsabilidad: tenerse por no responsable de lo que ocurriera a partir de lo que hacían. Lo sorprendente -pero perfectamente lógico- del caso es que tales sujetos se tienen a su vez como víctimas de quienes les hacen sentir su culpa y cargar con sus consecuencias.

Es posible que, como quiere Sloterdijk, las naciones lo sean en tanto son capaces de imaginarse con éxito que lo son. Y es posible que los independentistas catalanes estén porfiando precisamente para hacer realidad lo que imaginan con entusiasmo. Sin embargo, esa estrategia les pone en riesgo de emular al más famoso y español de los soñadores universales. Al más entrañable de los locos, el bueno de Don Quijote, ninguno de los palos que con toda justicia recibió le llevaron a reconocer su locura, sino que incrementaron con elementos nuevos su descarriada visión del mundo en la que rescataba doncellas. El delirio suele engullirlo todo a su conveniencia y construir universos cuyo sentido pasa por uno mismo, es decir, visiones de lo que ocurre y relatos egocéntricos que se certifican a sí mismos y se vuelven irrefutables.

De hecho, que a un sujeto su visión de lo real resulte incorregible o irrefutable es un indicio fiable de su probable insensatez. Y lo mismo ocurre si de lo que se trata es de un deseo que no está dispuesto a admitir su frustración, porque delira o pierde la cordura quien no es capaz de considerar la realidad según su propia forma y no según la que se le quiere dar o se preferiría que tuviera. Y es que para estar cuerdo es necesario que en algún punto ilocalizable de nuestro discurrir el argumento se enhebre con lo que no depende de él mismo. Por eso lo que puedo tomar por cierto depende en buena medida de lo que los demás puedan reconocer como tal.

Y no se trata solo de que una declaración de independencia, para serlo, requiera que los demás se la crean y la reconozcan. Quien está en su sano juicio, sabe que para ser lo que quiere ser y poder creérselo necesita que los demás puedan reconocerlo. De lo contrario, sus proclamaciones sobre lo que ocurre o sobre lo que las cosas son se retorcerán en filigranas delirantes y satisfechas de sí mismas, pero que son como puntadas sin hilo. No basta con sentir que se es un pueblo para serlo, sobre todo cuando la mitad de los que supuestamente lo forman se niegan a serlo.

Por eso declararse Napoleón sin que nadie más lo pueda reconocer ha pasado a ser la caricaturización de la locura delirante. Ciertamente, los delirios se pueden volver colectivos, pero en su orden se delatan como tales cuando nadie más puede tomarlos por reales. Lo que no quiere decir que no tengan consecuencias, de ordinario tristes porque se siguen de no haber entendido que la realidad no coincide con nuestras preferencias o con nuestros deseos.

Pues bien, hace tiempo que cabe preguntarse si la situación política en Cataluña no habrá entrado en un bucle eufórico delirante por el que la mitad de la población cree poder dar realidad a la independencia deseándola con toda intensidad. Como si en política bastara con desear ser algo para serlo, con el consiguiente deber de los demás de reconocerlo, sin más, y sin que la existencia de discrepantes tenga la más mínima relevancia, ni siquiera aunque sean la otra mitad.

Por eso la reivindicación del derecho a decidir que hacen los independentistas incluye la decisión unilateral acerca de quiénes pueden decidir, y resistirse o no estar de acuerdo es tanto como quedar excluido de los que tienen derecho a decidir.

Pensar que manifestaciones masivas producirán lo que proclaman, sean o no mayoría los que se manifiestan, y sea o no conforme a ley lo que pretenden, es tanto como reducir la política a revolución, lisa y llanamente. Eso es lo que el gobierno catalán propicia desde las propias instituciones cuyos reglamentos y procedimientos han violentado, cuyo propio estatuto de autonomía ha quebrantado, a cuya población han fracturado por la mitad para acallar y prescindir de la que no les sigue ni les es afín.

El independentismo catalán sabe que ha emprendido un camino sin retorno que solo puede acabar de dos formas: con el ridículo más lastimoso bajo el imperio de la ley, o con la subversión capaz de reventar el orden civil y legal que ha regido -y garantizado- la convivencia de todos durante los últimos cuarenta años en España. Cualquier cosa menos la cordura les ha podido impulsar en tan calamitosa dirección para el conjunto de los españoles y, todavía más ofuscadamente, para el conjunto de los catalanes.

Ya sabemos lo que pierden quienes enloquecen en plenitud de sus facultades mentales: la palabra castellana cordura procede del latín «cor» que significa corazón, de donde también proceden las palabras cordialidad, concordia y acuerdo. ¿Era eso mismo lo que en catalán se decía «seny»?