Explicaba el arquitecto Léon Krier en su Carta de la ciudad (1985) que una ciudad es un centro geográfico de tamaño limitado, y que todo exceso tiene consecuencias ecológicas y sociales muy negativas. No se había producido entonces, todavía, el ´gran salto adelante' de las metrópolis chinas, entre otras.

Krier utilizaba una sencilla metáfora para sugerir un crecimiento armónico de las ciudades: "Exactamente como un individuo que llega a la madurez, una ciudad "madura" no puede aumentar o extenderse (vertical u horizon­talmente) sin perder en ello parte de su cualificación. De igual modo que ocurre en una familia de individuos, una ciudad no puede crecer si no es por reproducción o por multiplicación, o sea, transformándose en policéntrica o polinuclear". Esa manera de entender el fenómeno urbano partía de un hecho antropológico bien contrastado: "La longitud de sus piernas y sus capacidades fisiológicas diarias han ense­ñado a los seres humanos, a lo largo de su historia, cuál es el tamaño que debían adoptar las comunidades rura­les y urba­nas", un tamaño que sugiere que "el peatón ha de tener acceso, sin utili­zar medios de transporte mecánico, a to­das las funciones urbanas habituales, coti­dianas y semanales, en menos de diez mi­nutos a pie. El área cu­bierta de este modo, de un diámetro de 500 a 600 metros, com­prende unas 33 hectáreas."

Es evidente que ni los planificadores ni los gobiernos han entendido esa necesidad vital de los seres humanos y por ello se lanzaron a promover y construir modelos urbanos desorbitados, apoyados en costosísimas vías para los coches, que necesitaron nuevas nominaciones porque el vocablo ciudad se quedó estrecho: áreas metropolitanas, conurbaciones, megalópolis€

Así que apareció también el concepto de suburbio, zonas desligadas de la ciudad sin un límite natural. "Las molestias en desplazamientos que agobian a los habi­tantes de las periferias no les aportan nada de positivo: más bien les hace olvidar, en su propio detrimento, toda noción de los límites de tiempo y espacio". Atención al documental The end of suburbia accesible y traducido en Internet, basado en la hipótesis nada descabellada del fin del petróleo fácil.

La cultura milenaria de calles y plazas nos lleva a que tanto en las grandes ciudades como en los barrios locales, estos espacios públicos han de garantizar una de las funciones básicas de los seres humanos, la comunicación directa en la calle. Otro arquitecto, Josep Lluís Sert, reforzaba esta idea en 1951, en pleno auge del Movimiento Moderno: "Sin dejar de reconocer las enormes ventajas y posibilidades de estos nuevos medios de telecomunicación, seguimos creyendo que los lugares de reunión pública, tales como plazas, paseos, cafés, casinos populares, etc., donde la gente pueda encontrarse libremente, estrecharse la mano y elegir el tema de conversación que sea de su agrado, no son cosas del pasado, y que debidamente adaptadas a las exigencias de hoy, deben tener un lugar en nuestras ciudades".

Siendo como es el nuestro un país de ciudades, conviene recordar el papel que juegan en él las ciudades intermedias en el territorio (aquí bajamos la escala convencional de tamaños a una media de 35.000 habitantes). Son la dimensión urbana adecuada para el desarrollo sostenible. Todo son ventajas: en comparación con las grandes ciudades, mejoran la facilidad para el gobierno y la participación; al mismo tiempo aumenta el valor de la producción del ámbito circundante (agrícola, pesquero, forestal€), como afirma Josep Maria Llop. Son una pieza clave en la red urbana en la conexión con los municipios de menor tamaño, muy abundantes en nuestro territorio valenciano.

Pero es en el campo de la movilidad donde se pueden comprobar las ventajas de tener a un paso la mayor parte de las funcionas habituales tanto coti­dianas como semanales que señalaba Krier. Es decir, son ciudades en que andar ha de ser el método hegemónico para realizar esas funciones, eliminando todos los obstáculos que la ciudad del automóvil ha ido sembrando de manera sutil a lo largo de las últimas cinco décadas. Algunas de esas ciudades están vinculadas a zonas industriales más o menos próximas que requieren formular planes de empresa para que sus trabajadores minimicen los tiempos de desplazamiento y reduzcan los impactos en el medio ambiente.

Más complicado resulta la cobertura de las extensas zonas residenciales dispersas que no habrían aparecido si no fuera por la existencia de los coches, especialmente en la costa. Esas formas, cuyos costes para la comunidad son muy superiores a los de los núcleos más compactos, como ha evaluado el profesor Eric Gielen, presentan retos importantes para su reconversión en zonas menos insostenibles, amén del deterioro irreversible que ya han producido en el territorio.

Además de la movilidad sostenible, nuestras ciudades deben aceptar los retos en otras áreas del proyecto ecológico, donde casi todo está por hacer: reconversión energética, extensión del verde en calles y plazas, o tratamiento de residuos. Los gobiernos locales han de sumarse de manera decidida a nuevos proyectos que está dando resultados muy positivos en otras ciudades de nuestro entorno.