A punto de su cuarenta cumpleaños, nuestra Constitución ha entrado de lleno en la temida crisis de la mediana edad. Sería intrascendente si buena parte de nuestra futura convivencia política no dependiera de cómo saldrá de ella. Sus síntomas son evidentes. Cuando todavía se resiente del estrés que le han provocado las últimas exigencias europeas, casi termina en divorcio con una de sus autonomías. Arrastra una corrupción crónica, con ciertos episodios agudos para su salud institucional, y sus objetivos, en particular cómo mejorar su empleo y financiar su futura jubilación, están llenos de incertidumbre. Resulta cada vez menos atractiva y percibe una soledad creciente.

Las dudas existenciales también le asaltan: ¿Ha valido la pena lo que ha conseguido? ¿Sigue siendo útil? ¿Esperan que cambie en algo o que se reinvente por completo? Quienes apreciamos nuestro texto constitucional, con sus virtudes y sus defectos, queremos hacerle varias advertencias y ofrecerle ciertos consejos.

Debe terminar con esos días nostálgicos en que añora sus tiempos como niña deseada y joven triunfadora. Su capricho de detenerse para no cumplir más años ha de acabar. No puede anclarse a un pasado relativamente feliz cuando el presente ya es distinto, porque los años pasan invariablemente. Lo que fue, aquello que alcanzó, no es lo único verdadero, ni donde adquiere todo su sentido. También lo será aquello que está por venir, en primer lugar su propia evolución. Si la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo (Shaw), unas dosis de madurez constitucional pueden sentarle muy bien.

También debería huir tanto de una mirada complaciente como desengañada hacia su pasado. Ni todo lo ha hecho bien -posiblemente hizo lo que pudo- ni todo ha sido en balde. La tentación de creer que su pasado fue una completa mentira de la que solo saldrá siendo otra completamente distinta tampoco es acertada. Si alguien es de donde cursó el bachillerato (Aub), perder todas sus referencias puede acabar por desorientarla.

Cuidado también con los ataques de vigorexia, de tal manera que la solución sea únicamente demostrar más músculo democrático o ejercitar todavía más su nervio legal. Es una respuesta a cierto complejo de inferioridad para el que ya no tiene edad ni, sobre todo, un agotamiento irremediable que lo justifique. El ejercicio moderado y, en ciertas ocasiones, intenso parece más saludable.

En fin, una buena idea es que afronte la entrada en su cuarta década con experiencia, optimismo y, sobre todo, lucidez. Mucho mejor si reconoce su crisis evolutiva, así como la de las circunstancias que la rodean, observa los mejores ejemplos cercanos de renovación, advierte acertadamente sus limitaciones y establece las nuevas metas que deberá perseguir. Pues, si lo ha conseguido hasta ahora, no sabemos por qué debe tener miedo a alcanzarlo de nuevo.