Me llega la noticia del fallecimiento de Carles Santos. Enseguida mi cerebro se llena de imágenes, de sensaciones, de notas y contranotas. Me atrapa los recuerdos de la singularidad de una producción artística basada en la composición musical, pero abierta a planteamientos teatrales, dancísticos, operísticos, performance, cine, etc. Abierta, pero siempre forjando un estilo. Porque si, como dijera Ortega y Gasset, tener estilo es algo así como la creación por parte del artista de un personaje, Santos lo tenía y muy alto.

El compositor de Vinaròs eludió siempre la etiqueta posmoderna (como todas), para reencontrarse con la tradición de la vanguardia. Desde su traslado a Nueva York, en los años setenta, la fascinación que producía su articulación de diferentes lenguajes artísticos no se originaba de forma caprichosa (como un posmoderno cualquiera, añado) sino que predominaba, en su voluntad de estilo, un compromiso ideológico y estético.

Carles Santos logró hacerse un nombre por su sentido de espectáculo, y su capacidad provocadora. Pero, sobre todo, por su condición de compositor (acertadamente, Marcos Ordóñez lo llegó a bautizar como el Superpumby del piano). Para ello, dio el paso magistral al teatro, y eso que en alguna ocasión le señalé que le faltaba andamiaje teatral, una dramaturgia más elaborada. Pero, al ser músico, es notorio que, en dicho ámbito, ha despertado los sentidos de un mundo frecuentemente apegado a la rutina, al clasicismo y al esmoquin delante de un piano. Su revolución puede compararse con la del dadaísmo. Santos rompió tantas teclas como las de un piano, y tantas notas como las que caben en un pentagrama.

Santos alucinaba con las de las mil y una ocurrencias. Como aquellas motos que conducían sopranos, o los violines-mujeres (líricos sonidos) y las guitarras eléctricas-hombres (Lisístrata). Había mucha plástica y vistosidad, como aquella valquiria que bajaba con un gran cuadro de langostinos, así como la cruz de caía sobre el piano (Ricardo y Elena)?

En fin, fueron muchos los buenos momentos vividos con su sentido del humor, con sus visiones litúrgico-sexuales, con su big bang de una estética que partía del paisaje de la música creativa y mestiza (teatral), con toda su intensidad y diabluras. La música y su doble, como alguien dijo. Santos, al fin y al cabo, fue un visionario. Y algo más: para que un acto sea anticonvencional precisa que alguien se irrite las manos en aplausos o se irrite de verdad. Las dos cosas consiguió con su gran promiscuidad creativa. El último dadaísta.