Desde la mal llamada «crisis de los refugiados» que experimentamos en Europa sobre todo a partir de 2015, en los países de la UE se comenzó a considerar la migración como un fenómeno negativo para el futuro del continente. Periódicos, tertulias y conversaciones callejeras se preñaron de prejuicios sobre cómo los extranjeros robaban los trabajos a los nacionales en plena crisis financiera, cómo había una relación directa entre migración y aumento de la inseguridad y del terrorismo, cómo el acceso a los servicios públicos se colapsaba ante la avalancha de nuevos peticionarios o cómo los migrantes venían para imponer sus prácticas culturales sin mostrar ningún interés en adaptarse a la cultura local e integrarse. Lamentablemente esta visión de la migración no es privativa de la UE, sino que es lugar común en esta aldea global que es nuestro planeta.

Y, sin embargo, migrar no es nada nuevo. No nos debería resultar ni ajeno, tampoco una amenaza. La migración es tan antigua como la humanidad y siempre ha conllevado más de positivo que de negativo, más beneficios que inconvenientes, más riqueza que pobreza.

Los que migran lo hacen por distintos motivos, algunos positivos: desde la aspiración legítima a mejorar las condiciones de vida, pasando por el deseo de conocer otras culturas o salir del círculo de confort, hasta las motivaciones negativas como puedan ser el hambre, las plagas, la sequía y otros efectos perversos del cambio climático, las catástrofes naturales o provocadas por el hombre, los conflictos, la guerra, la mala gobernanza o la violencia familiar o de la comunidad.

Se ha extendido la idea falsa, falaz y facilona de que quien migra roba el trabajo a los locales, trae delincuencia y se aprovecha del sistema y los servicios públicos de la sociedad de acogida. Nada más lejos de la realidad, puesto que los datos y estudios científicos demuestran que la inmensa mayoría de los migrantes contribuyen con su trabajo al crecimiento económico del país de destino merced a los impuestos que pagan y a sus cotizaciones a la seguridad social, amén de convertirse en una fuente de riqueza en dichas sociedades en términos de diversidad cultural y lingüística, a lo que hay que añadir que con las remesas que envían a sus países de origen también contribuyen a la prosperidad de estos. Y, cuando todo esto no ocurre, no es por falta de interés del trabajador migrante. En realidad, toda persona que migra desea hacerlo por canales legales y vías regulares, sin tener que endeudarse pagando a mafias y agencias reclutadoras abusivas y explotadoras. Tampoco ponen su vida en peligro durante el trayecto porque sean aventureros empedernidos, sino que prefieren entrar en el país y en el mercado laboral de modo legal, pagando sus impuestos y contribuyendo al crecimiento de la sociedad de acogida. Cuando esto no ocurre, es más bien por las barreras y restricciones que existen a la migración ordenada y legal, bien de parte de los estados de origen, de los de tránsito o los de destino, bien por la acción de las mafias, traficantes y pasantes y/o por la existencia de empleadores sin escrúpulos que prefieren hacerse con mano de obra precaria y vulnerable a la que explotar, que contratar legalmente a los trabajadores que necesitan.

Egoístamente, en sociedades envejecidas como es la nuestra, donde la tasa de nacimientos ni de lejos permite el reemplazo respecto a las personas que abandonan el mercado de trabajo por razón de la edad, la contribución de las personas migrantes es fundamental para que no se produzca más pronto que tarde un colapso del sistema de pensiones, tributario y hasta del sistema educativo. Por no mencionar la contribución que realiza el trabajador migrante al sistema de salud del país de acogida, entre aquellos que se desplazan como personal cualificado del sector de la salud (médicos, enfermeros?) hasta los que lo hacen para realizar cuidados a domicilio, servicio doméstico, cuidados a dependientes, niños y a personas con discapacidad.

La terminología es clave en este ámbito y de alguna manera, posiblemente de modo inconsciente, el vocabulario que empleamos contribuye a la carga negativa actual que se atribuye a este fenómeno. Hoy por hoy la palabra migración ha sido lamentablemente cubierta por una pátina negativa que, por ejemplo, la palabra sinónima «movilidad» no genera. La movilidad humana, la movilidad internacional se antoja como algo positivo, buscado, voluntario, no forzado, integrador y enriquecedor. Del mismo modo, hablar del «migrante» deshumaniza a la persona que hay detrás, puesto que solo vemos la acción (migrar), no al ser humano que hay detrás. La persona que migra es cosificada y es considerada como un fardo pesado si se alude a ella solo con la palabra. Son personas antes que nada. Y esas personas migran. Por tanto, son personas migrantes. Empecemos cambiando la terminología y el enfoque, a fin de volver a concebir la migración como lo que es, riqueza y como oportunidad, descartando enfoques securitarios y reduccionistas que criminalizan el hecho de llevar a cabo una movilidad internacional. Porque la crisis para Europa no es la llegada de personas que migran. La crisis es que no lleguen.