En 2001 la Comisión Europea publicó un libro blanco titulado La Gobernanza, en el que se formula un programa de buena gobernanza de los poderes públicos en los niveles mundial, europeo, estatal y regional. De entre los principios de la buena gobernanza que se recogen en el mencionado libro blanco queremos destacar los de transparencia y participación por ser, de entre los que en el citado libro se proclaman, los practicados con menor intensidad en España en aquella fecha, e incluso en nuestros días.

Los principios de la buena gobernanza han ido calando lenta pero imparablemente en los Estados miembros de la Unión Europea que los han hecho suyos llevándolos a sus ordenamientos jurídicos. En España, los principios de transparencia y participación estaban ya formulados implícitamente en la Constitución y en numerosas leyes administrativistas. Pero lo cierto es que el impulso de la Unión Europea ha sido decisivo para situar en un primer plano la necesidad de llevar a cabo una profunda reforma del modo en que los poderes públicos deben comportarse; destacando en esos nuevos modos la intensificación de la transparencia y la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos.

La transparencia de los poderes públicos tiene en la Ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, de 9 de diciembre de 2013, una muestra elocuente de la adhesión del legislador español a los nuevos paradigmas. Esta ley del Estado es un primer paso que debe ser valorado positivamente, aunque en la misma se aprecian limitaciones y lagunas considerables. Algunas leyes o proyectos de ley de transparencia de algunas Comunidades Autónomas son muy superiores a la Ley del Estado de 2013. Algún autor ha escrito que la Ley de transparencia del Estado ha nacido vieja, a imagen y semejanza de las leyes de transparencia del pasado siglo, en vez de inaugurar una nueva generación de leyes más avanzadas en esta materia. Pero no deja de ser la indicación de una tendencia que debe servir para seguir profundizando en este tema desde la convicción democrática de que los poderes públicos, que están al servicio de los ciudadanos, deben tener el techo de cristal; a salvo de aquellos temas cuya publicidad podría poner en riesgo la seguridad del Estado o los intereses generales de los ciudadanos, es decir, poner en riesgo la comunidad política de la que todos formamos parte, o la protección de la intimidad de los ciudadanos, en particular sus datos personales.

La transparencia debe extenderse a todos los poderes y Administraciones públicas. Y hay que señalar que se observan lagunas importantes; así la mayoría de los entes locales españoles, sobre todo los medianos y pequeños, siguen en zonas de opacidad, unos por falta de medios, porque la transparencia supone una financiación costosa, y otros por una resistencia no justificada al nuevo paradigma que debe caracterizar a todas las Administraciones públicas. Pero, por muy costoso que sea financiar la transparencia, los ciudadanos deben exigirla como un derecho que podría equipararse a un derecho fundamental: el de conocer con precisión lo que nuestros representantes hacen, lo que gastan y cómo lo gastan.

El otro paradigma que están asumiendo los poderes públicos europeos es el de la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. La legislación del Estado ha dado pasos muy firmes en esa dirección, tanto en la reciente Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas de 2015 como la Ley del Gobierno de 1997, reformada en 2015, que instrumentan de manera muy progresiva la participación de los ciudadanos y otros operadores en la elaboración de leyes y reglamentos, lo que ya practica la Unión Europea desde hace varias décadas a través de los conocidos libros verdes, documentos que contienen lo que se denomina en la terminología europea una «tormenta de ideas».

Pero la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, de acuerdo con las ideas matrices que se deducen de la buena gobernanza europea, no puede quedarse en la participación en la elaboración de leyes y reglamentos, debe ir mucho más allá. En España, tenemos ejemplos muy elocuentes de participación de los ciudadanos en asuntos urbanísticos o medioambientales, pero al margen de éstos los ejemplos son escasos. La participación de los ciudadanos en los asuntos públicos debe extenderse a la inmensa mayoría de asuntos públicos, a través de participaciones individuales o colectivas. Algunos ayuntamientos españoles están teniendo iniciativas muy interesantes, por ejemplo, algunos ayuntamientos están solicitando a cada uno de sus vecinos, por correo postal, que formulen una propuesta presupuestaria, la que consideren más relevante, o la que más les afecte, comprometiéndose a dar publicidad a todas las propuestas así como a las respuestas motivadas de las decisiones que finalmente se adopten. Es un mero ejemplo, que todavía no está suficientemente depurado, pero que indica un nuevo modelo de relaciones de los poderes públicos con los ciudadanos.

Llegados a este punto debemos decir que la cultura de la participación no solo debe instalarse en los poderes públicos, particularmente en las Administraciones públicas, sino también en los ciudadanos. La falta de costumbre que tenemos los ciudadanos de que se nos pida una opinión sobre asuntos concretos que nos conciernen es, sin duda, una de las causas del abstencionismo de los ciudadanos; son varios los ejemplos recientes en España. La escasa cultura participativa, de una parte, y de otra las consultas mal planteadas, o las que son irrelevantes, son también causa del abstencionismo ciudadano. Sin duda, en Europa, quienes están a la cabeza en la participación ciudadana en los asuntos públicos son los suizos, que desde hace décadas son consultados por sus responsables políticos, tras debates que tienen lugar, salvo excepciones, en un clima muy responsable sobre asuntos muy relevantes para la vida cotidiana y para sus sociedades.

No obstante lo dicho, la participación de los ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos nunca debe sustituir la responsabilidad de los gobernantes. El nuestro es un sistema representativo, lo que significa que entregamos a nuestros representantes la responsabilidad de adoptar decisiones. No es el nuestro un sistema plebiscitario en que nombremos a mandatarios que no hagan otra cosa que trasladar su responsabilidad a los que se la han entregado; pues esto sería irresponsable. Además, los representantes, en todos los niveles políticos, deben elegir con sumo cuidado los asuntos y consultas que se someten a los ciudadanos. Pues en una sociedad avanzada como la nuestra en que rige la división y especialización en el trabajo no puede pretenderse que los ciudadanos dediquen mucho tiempo a los asuntos públicos. Afortunadamente la inmensa mayoría de los ciudadanos tienen como centro de su atención sus trabajos y familias, de manera que una deficiente utilización de los instrumentos de la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos puede provocar reacciones contrarias a las deseadas por los mejor intencionados.

Los poderes públicos que no lideren los nuevos paradigmas de la transparencia de los poderes públicos y de la participación de los ciudadanos en la gestión pública no habrán entendido los nuevos tiempos en que los vientos democráticos están aireando nuestros sistemas democráticos. Es, en definitiva, la profundización en nuestro propio sistema democrático.