A las seis de la madrugada, a punto de terminar el año, mi amigo Juan Armenteros me envía -con nocturnidad y alevosía- la siguiente inquietud de Aldous Huxley: «¿Cómo sabes si la Tierra no es más que el infierno de otro planeta?». La turbación es tal que decido levantarme de la cama, agradeciéndole de antemano esa muestra de cariño mañanero. Estos códigos comunicativos están cargados de simbolismo, pues, ¿quién osa enviar sejemante desafío mental sin temor a que lo tilden de psicópata, filósofo o cosas peores? Sólo un ser que te estima y valora. El infierno es un estilo de vida, un estado mental, el (sin)sentido de la propia existencia.

Me resulta muy sugerente la idea de una Tierra-infierno. Tanto como la posibilidad de otro planeta más luminoso. Un bálsamo para quienes nos levantamos cada día hastiados de nuestro transitar vital. No hace falta profundizar en la obra de E. M. Cioran si uno desea asquearse del mundo. Huelga hojear la prensa. Te percatas de la tomadura de pelo que supone soportar nuestra realidad infernal, edulcorada con aguinaldos, viajes de baratillo pagados a cuotas mensuales y la subida de un mísero euro de las saqueadas pensiones. ¿En qué sociedad no enferma cabe la posibilidad de digerir sin más tanto despropósito? El objetivo de la educación -como el de los medios, la banca y el gobierno- radica en adormecer o adiestrar las almas para soportar tantos infiernos. Eso es el infierno en sí: tener suficiente e insaciable estomágo y tragadero ante el demoníaco orden moral, social y político impuesto.

¿Una Tierra enferma? ¡Peor! ¡Infernal! De ahí que mi deseo de Año Nuevo sea el de asumir nuestros propios infiernos. Comprendiéndolos. Superándolos. Hacerlos visibles, en definitiva. Sólo el psicópata es capaz de normalizarlos, hacerlos sangre de su sangre. Pregúntense este recién estrenado 2018: ¿cómo puedo vencer mis infiernos, el infierno, nuestro infierno?