Implacable, culto, irónico, distante, con media sonrisa que acribilla al interlocutor, ácido, divertido, sin apetencia por agradar, mordaz, altanero y displicente con el halago€ Arcadi Espada (Barcelona, 1957), escritor y periodista catalán, vive desde hace años en Madrid y escribe regularmente en El Mundo. Acaba de publicar el libro Un buen tío. Cómo el populismo y la posverdad liquidan a los hombres, que es como la taxidermia de una «cacería» contra el que fue presidente de la Generalitat, Francisco Camps, «el político español más investigado de la historia por todos los cuerpos policiales y medios de comunicación», a cuenta de una prolongada polémica en medios y juzgados, por mor de cuatro trajes.

A vueltas con el cohecho impropio, la corrección política y el ajuste moral, lo primero que sorprende es que este inclasificable columnista se haya metido en el lío de escribir sobre un asunto tan puntual y polémico. Narra las desventuras de un hombre débil, víctima del poder que surge de la confluencia entre populismos. Una persona «afectada por la inmunodeficiencia mediática, la falta de defensas, ante la cual unos y otros se apresuran a ponerse las botas por una extrema fragilidad que no se corresponde con la realidad».

Las críticas al libro de Espada se extienden desde el título hasta el último párrafo. A lo que replica: «Todos somos un buen tío hasta que viene un juez y dice: ´usted ha cometido un delito´. Y entonces dejamos de serlo. Mientras no pase eso, una persona merece el respeto (humano, democrático, etcétera) que no ha tenido Camps». La Sexta le invitó a su programa nocturno del viernes para platicar sobre el libro y se encontró con tres colegas dispuestos al ejercicio boxístico. Fue inclemente con los tres, pues no dio cuartel con una dialéctica despiadada. Frente al acoso, la suya fue una demostración de dominio, que bordeaba la mala educación, entreverada con una riqueza argumental insultante. Su forma de hablar, afilada y cortante, tiene que ver con su apellido. De ahí que sus enemigos le imputen comportarse como un intelectual justiciero.

Reclina su libro en lo que considera algo insólito, como que El País haya dedicado, durante tres años, 169 portadas, «el ojeo y la batida de un periódico para cazar a un hombre» a este asunto. Al referirse a los límites que debe tener el periodismo, Arcadi Espada ha puesto el símil de «un neurocirujano que abre una cabeza y saca un tumor, pero debe tener cuidado en no dejar ciego o sordo al paciente». Y remata: «El periodismo tiene la obligación de extirpar los tumores sociales, pero sin caer en apriorismos».

El pecado original de Camps, lo define así: «Tuvo un buen abogado, pero se equivocó al recomendarle que mantuviera ante la prensa un silencio que fue interpretado como insolencia cuando solo era una estrategia de defensa». Y apuntilla: «El error del pobre Camps fue la arrogancia del inocente». Exageración deliberada, a la que habría que añadir que las personas, cuando nos vamos haciendo mayores, ya solo queremos hablar con gente que nos da la razón. Sin descartar tampoco que, en la España de la burbuja global, hubo visionarios que creyeron que la prosperidad sería eterna y tomaron decisiones inadecuadas de las que son responsables. En este entorno, Camps continuó con el estaribel que habían montado otros en el que gastaron una millonada. Tinglados aparatosos que han resultado ser una ruina (Terra Mítica, F1, Ciutat de les Arts...).

Y aprovechando el bucle, el escritor desgrana una gran verdad: en España no se asume que la libertad lleva aparejada responsabilidad sobre las consecuencias de los actos individuales: «Nos negamos a perder nada, compramos un piso cuando los precios suben, queremos forrarnos, no vendemos porque creemos que va a seguir subiendo y cuando llega la crisis y los precios se derrumban no echamos la culpa a nuestra codicia, sino a los bancos que nos dieron el préstamo hipotecario que nosotros pedimos por encima del valor del piso".

Ha dedicado seis años a bucear con meticulosidad en un asunto que compromete su credibilidad, al denunciar «el execrable caso de los trajes que acabó con un político inteligente, trabajador y honrado». De ahí que no se le puede acusar de haber sucumbido al riesgo moral más grave que acecha al periodista, el pecado de acidia, algo así como una pereza desganada.

Arcadi Espada no deja indiferente al lector ni al espectador que le ve revolverse en el plató de televisión como un gavilán, sin dejar de beber agua, al acecho de quienes buscan derribarle. Esfuerzo vano, pero el resultado es una polaridad extrema entre quienes le aplauden y los que le detestan. El periodismo está poco acostumbrado a pedir perdón, y eso que critica con mucha afición todo lo demás. Es una de las profesiones que tiene menos capacidad de autocrítica. No como a los jueces cuando prevarican o hacen su trabajo mal, o los médicos€ los errores de los periodistas suelen salir gratis.

Arcadi Espada no escatima las críticas a sus cofrades, «acostumbrados a pulverizar la vida de los otros con gran frialdad, asumen muy mal la crítica. La sospecha tiene un gran prestigio porque mueve a la acción, es intelectualmente muy agradecida. Y distrae. Las teorías de la conspiración son extraordinariamente seductoras, porque tienen una parte de ficción que embellece la realidad».

Lo cierto es que seguimos dando valor a relatos acusatorios y al populismo ambiental. La igualdad ante la justicia consiste en que también los poderosos sean tratados como los débiles, no sólo que los débiles sean tratados como los poderosos. Esa es una lección que cuesta aprender, porque la voluntad inmediata de las personas es ponerse del lado de los débiles, pero ser débil no significa tener razón.

Bien le vendría al Gobierno encargar la comunicación a alguien que reúna ser culto, valiente y desacomplejado. Alguien dirá que es preferible que no sea polemista y provocador. Pero la tarea diaria es dura y hace falta que de la lidia se ocupe alguien al que no le importe ponerse donde queman los pies. Ese es el terreno que le toca pisar a quien tiene que explicar, a veces, lo inexplicable.