Parece una conclusión, pero es una premisa: todo lo social y lo público es manifestación y apariencia, espectáculo y fingimiento. Es muy posible, incluso, que lo individual y privado, lo esencial que no se manifiesta, lo que nadie ve y lo auténtico sólo existan como abstracción y metafísica. Lo sabemos desde siempre: Platón nos lo contó en el mito de la caverna, en el que todo es caverna porque lo de fuera es un por decir algo (en torno a esto: siempre creí que el amor platónico era un revolcón de categoría, y ocasionalmente ¡oh, Musas!, categórico, nada que ver con la sublimación descarnada de las virginidades inmaculadas). Que lo social es el mundo y que el mundo lo es de la representación y la apariencia también nos lo contó Rousseau, bajo la forma de denuncia, y el trío de la sospecha, con la intención de desvelarlo. Digo esto, y no más que no sé ni menos que me calle, porque entiendo muy bien que en un mundo de apariencias la supuesta Cifuentes quiera sobreaparentar más conocimientos de los que tiene, más estudios de los realizados, más títulos de los que le cuelgan: le mueve un deseo de ser, como el tamaño enorme a un sapo hinchado. Otro que tal Pablo Casado, realizando un máster en el que se lo convalidan todo, quizá para poder encontrarse en la situación del que habla varios idiomas porque sabe valenciano, catalán y polaco. En fin, para presentarse al mundo, uno se maquilla (se «trucca», como dicen los italianos), se viste con el alzatetas, el subeculos y el metepanchas, y se construye un curriculum con ladrillos de esfuerzo, tiempo y dinero, o con buñuelos de aire, pompa y jabón. Para que te escojan y hasta que te cogen.

Conozco a la perfección el furor de aparentar. Ya desde niño, cuando fui por primera vez a la escuela, que no era la de «cagons», porque nosotros íbamos cagados de casa, arrastraba una cartera con todos los libros de mi hermana mayor. Que no supiera leer poco importaba: mis compañeros de la mesa redonda me miraban con asombro, incluso con admiración, si hubiéramos sabido qué era eso. Ni les hablo de la envidia súbita que sentí el día en que a mi amigo Juanito le pusieron gafas y a mí, sin embargo, no. Desde ese día, Juanito parecía mucho más inteligente y, no obstante, lo era como antes y como yo, siendo ambos analfabetos todavía. Aquellas gafas eran como un máster, un certificado de listo.

Veo ahora mismo las fotos de la supuesta Cristina y me viene a la cabeza una propia que tengo vestido con babero, con una tiza en la mano y frente a una pizarra en la que se ve una división de muchas cifras; o aquella otra, oficial, sentado frente a una mesa con un mapa en el cogote y una sonrisa como la del que sabe dónde coño está el Tajo y sumar sin los dedos. ¡Pobre Cristina! Un decir.