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El notario gráfico de la desolación

El fotógrafo Alejandro González aún guarda fotos y cámaras con fango de octubre de 1982

Los habitantes de la Ribera volverán a mirar hoy de reojo el calendario: 20 de octubre. Una fecha señalada en el subconsciente colectivo, no por su carácter festivo, sino por la catástrofe que la rotura de la presa de Tous supuso para la comarca. Se cumplen 35 años y el recuerdo todavía está presente. Se vivieron momentos de pánico que han dejado cicatrices en la memoria de muchas generaciones. Personas que en aquel momento crecían de la mano de la expansión económica que empezaba a experimentar la comarca. Las gentes rehicieron sus vidas, pero fue más duro recomponer las mentes. La histeria de aquellos días caló más hondo que el agua, como en el caso del fotógrafo de Alzira, Alejandro González.

Entramos en su estudio. El protagonista ilumina la sala. Apenas puede pulsar la ranura. En sus manos aguardan miles de fotos y una bolsa medio rota. En un primer vistazo, el local denota pocos rasgos de lo que un día fue. Lo digital se ha impuesto a lo analógico. Los cuadros que cuelgan en la pared muestran parejas felices con sus trajes de boda. «Tomad asiento. Estáis en vuestra casa».

Un olor a barro inolvidable

El ambiente es familiar y al mismo tiempo, tenso. La conversación va a girar en torno a la inundación contemporánea más grave en la Ribera. El escenario parece presagiarlo. De todos los tubos de luz, solo parpadea el ubicado encima nuestro. Le otorga al espacio un toque diferente. Le da un color tenebroso, como el tono oscuro de aquel cielo del 20 de octubre de 1982 que no hacía presagiar nada bueno. El reloj marca las 10,13, nueve horas antes del momento en el que la presa de Tous dijo basta y dio rienda suelta a una lengua de agua de más 50 kilómetros que anegó 30 municipios y provocó nueve fallecidos.

«Estábamos muy asustados. La radio decía una cosa y la televisión otra diferente. Fueron horas terribles. Una hecatombe brutal que se confirmó cuando regresamos a nuestras casas. Ese olor insoportable a barro todavía lo tengo clavado en el cerebro. Cuando llueve, siempre regresa. No se olvida fácil».

Captar la desolación

Tras el visor de su cámara, Alejandro González fotografió la desolación. Capturó la angustia de miles de personas que lo perdieron todo. En primer plano y en general. Retrató los rostros llenos de dolor a través de una lente. Las familias querían demostrar a los seguros los «golpes» del desastre y muchas recurrieron a sus servicios. No dudó en aceptar.

Se calzó las katiuskas y anduvo por las calles, donde compartió la tristeza con los vecinos, incluida la suya, ya que también vio cómo había perdido gran parte del material en su viejo negocio, ubicado en la calle Pérez Galdós. Las jornadas duraban lo que sus baterías aguantaban. De la recarga se encargaba un proveedor suyo que iba y volvía a diario. No solo traía pilas nuevas, sino también comida para poder sobrevivir.

Durante esos días, por las manos de González pasaron una gran cantidad de imágenes que todavía hoy guarda en un archivador. También en la memoria, fiel carrete que rebobina cada mes de octubre.

«Psicológicamente, sigo afectado. Me pongo nervioso cada vez que se acerca la fecha y empieza a sonar con fuerza el término de gota fría. No tengo nada que perder, pero en aquel momento hizo tanto daño y el desastre fue tan exagerado que se me quedó grabado», afirma.

El rastro del caos

A pesar del tiempo transcurrido, se sigue estremeciendo con tan solo hablar de ello, de los destrozos que causó, de la inseguridad y el temor que la lluvia trajo consigo o de todo lo que, en sólo un par de días, el agua se llevó por delante. Lleva el barro de la pantanada en sus venas. De hecho, entre sus cajas de recuerdos, además de contar con un archivo de incalculable valor económico y sentimental, guarda cámaras de la época que fueron víctimas de la inundación. Conservan el fango de aquel trágico día. Una huella más, que convierte en imborrable el trágico suceso. «No quise limpiarlo para poder enseñar a las generaciones posteriores lo que ocurrió y el daño que provocó. Todo el material estaba en la tienda», asegura González.

Carretes film pegados al techo, objetivos y ordenadores. Poco quedó de lo original. Incluso entre las bolsas de material de la época guarda un sobre con unas fotos hechas por encargo, que hubieran tenido que recoger dos días antes de la pantanada.

El trabajo de recorrer las calles fue una triste aventura que le causó una herida en carne viva en el talón debido al exceso de humedad y toda la cantidad de barro acumulada. «No era agua, parecía chocolate», recuerda emocionado.

«La gente no sabía qué quería»

Recuperó la normalidad a mediados de diciembre. Los proveedores de Alejandro González tendieron su mano ante la catástrofe. En poco tiempo, le suministraron género de todo tipo. Esa ayuda iba encaminada a tratar de relegar a un segundo plano un capítulo que nunca más podrá ocultarse del entendimiento.

«La gente no sabía lo que quería. Teníamos sed y no bebíamos. Teníamos hambre y no comíamos. Cuando los camiones pudieron entrar a la plaza Mayor, fue como una especie de bendición para todos. Yo valoré y todavía lo hago, a todos aquellos que se volcaron conmigo. Gracias a ellos, en la Navidad de aquel año, muchas familias pudieron regalar vídeos y fotos», sentenció.

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