al volver a Gandia, después de la estancia en Palma, iba a todas partes en compañía de Salvadora y, poco a poco, fui descubriendo la ciudad y sus personajes. El primer lugar que recuerdo es el mercado, donde reinaba una algarabía de compradores y vendedores, mezclada con los olores y colores de la carne, el pescado, las verduras? No faltaban tampoco mendigos lisiados por la guerra y Paco María, alto y sonriente, con su boina y su delantal gris chupando una naranja. También había un guardia municipal de enormes bigotes y mirada vigilante. Y por todos los sitios, esperando un desperdicio, perros, gatos, y moscas, muchas moscas, muchísimas moscas.

Pocos días después descubrí el horno de la señora Rosario y, aunque en aquellos tiempos se pasaba hambre en muchas casas, no cesaba el trasiego de las mujeres llevando el pan de maíz amasado en casa, las cazuelas de arroz con poca carne, las calabazas partidas por la mitad, las cazuelas de tonyina de sorra. El horno era un mundo de mujeres donde el único hombre era el hornero que manejaba con destreza las larguísimas palas. Y cada vez que se abría la boca del horno, me envolvía una vaharada de calor y contemplaba atemorizado la fantasmagoría del fuego casi blanco.

-Mira, mira xiquet, això és l'infern, me decía el sudoroso hornero introduciendo una cazuela con un cerdito abierto en canal. Entonces, la señora Rosario, para tranquilizarme, me daba un rollito de anís. Su marido, Francisco Julio, apuesto y seductor, fue un personaje de novela. Curiosamente, cuando acabó la guerra incivil, se rompió la felicidad de la pareja porque el joven Francisco había sido alcalde de Gandia y, ante la inminente entrada de las tropas nacionales, tuvo la certeza de que su vida corría peligro. Afortunadamente, su amigo Valeriano Grau le informó que en su hotel estaba el general Casado con su familia esperando para embarcar en El Galatea, un barco de guerra inglés. Francisco decidió marchar hacia el puerto y, otra vez, volvió a sonreírle la suerte porque su amigo, el cónsul francés don Mauricio Lombard, al que pocos meses antes le había solucionado una huelga en la fábrica de Almoines, era el encargado de tramitar el embarque del militar republicano y, en cuanto vio al exalcalde, se las ingenió para que embarcara y pudiera abandonar España.

Aquí en Gandia, Rosario, con los niños todavía pequeños y la ayuda de su suegra, tomó las riendas del horno y como una joven madre coraje sacó adelante el negocio familiar.

El 1 de abril de 1939 finalizada la maldita guerra incivil, Ramón Sancho Sorita fue nombrado alcalde y los falangistas volvieron a vestir su uniforme, camisa azul con el yugo y las flechas bordadas en rojo y sacaron en procesión a la Virgen de los Desamparados, que recorrió las calles de Gandia bajo una lluvia de pétalos de rosas y una curiosa mezcla de gritos políticos y religiosos como: Visca la mare de Déu! ¡Viva Franco! ¡Arriba España! Visca la Geperudeta! Y alguien, muy osado gritó: ¡Visca el geperut de Franco!

Como era de esperar comenzaron las represalias y, entre otros, los padres de mis amigas Pilar y Sara, con 49 personas más, fueron fusiladas por los azules, llegando así a los 51, los mismos que mataron los rojos al empezar la guerra.

Pasé mi tierna infancia inmerso en la locura de la guerra oyendo el rugido de los aviones y el ruido de las bombas que, según mi padre, eran los pedos que se tiraban los militares y los políticos de derechas e izquierdas. Por todo esto, cuando acabó aquella locura, quedé completamente inmunizado contra los peligrosos efectos, tanto de la derecha como de la izquierda, porque además, la ideología no da la felicidad.

Mis padres se sentían tan felices de haber sobrevivido a la «cruzada» que decidieron llevarme al estudio del fotógrafo Pedro Laporta para inmortalizar mi cuarto cumpleaños. El resultado fue una magnífica foto titulada «Terceto familiar», premiada por la casa Kodak y expuesta en las galerías Lafayette de París. Yo estaba tan guapo en la foto que pensé que me lloverían los contratos para hacer anuncios. Pero sólo mi madre recibió una oferta de una famosa firma de París para unas fotos publicitarias de ropa interior. Y fue entonces cuando mi padre pronunció aquella frase memorable digna de Calderón de la Barca. - El honor de los Borja no se paga con dinero.

Yo pensé que mi padre exageraba, pero dada mi edad no quise entrar en discusiones, porque, además, ya tenía la certeza de que discutir no sirve para nada.