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Literatura

"Valencia la Roja" no era una fiesta

La última novela inédita de Baroja recorre la ciudad en guerra, del Palace Hotel a la checa de Sorní y el Café Vodka - Una urbe entre tiros, bombas y rumores «alicortos»

El sonido de tiros y bombas acompaña las noches en Valencia del protagonista de la novela de Baroja.

Valencia no era una fiesta. No era así, al menos, la «Valencia la Roja» que aparece en la última novela inédita de Pío Baroja. Los caprichos de la suerte (Espasa) narra el barojiano viaje de un periodista de origen vasco «brusco e independiente», ingrato para derechas ni izquierdas, que huye de los desastres de la Guerra Civil.

De Madrid emprende el camino a pie, luego a motor, hacia el Mediterráneo: Tarancón, Cuenca, Utiel y finalmente Valencia, una estación de paso hasta viajar a Marsella y, finalmente, París.

El personaje de Luis Goyena y Elorrio „presunto autor del texto a la manera de Cervantes„ adquiere mucho de Baroja, si bien la peripecia personal de este durante el conflicto español fue otra.

El escritor vasco (San Sebastián, 1872 - Madrid, 1956) no tuvo una estancia larga en Valencia en aquellos años críticos. No obstante, la conocía bien porque había residido durante su etapa de estudiante de Medicina, aún en el siglo XIX: con su familia vivió en las calles de Cirilo Amorós y Navellos, y más tarde, tras la muerte de un hermano, en una casa de Burjassot. Ese conocimiento explica las ajustadas referencias de lugar en los capítulos valencianos de Los caprichos de la suerte.

La «Valencia la Roja» que conoce Elorrio es la ciudad del Palace Hotel de la calle de La Paz, convertido en Casa de la Cultura y sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas durante los meses en que Valencia es capital de la II República. Ese el destino de los profesores, artistas y escritores que llegaban a la ciudad.

La Valencia del último libro conocido de Baroja transita también por «las oficinas rojas», en el cuadrilatero formado por las calles de Sorní, Ciscar, Colón y Grabador Esteve, dice el escritor.

En medio estaba la checa, la más famosa de la ciudad, y Baroja cita el apellido del militar que la dirigía realmente (Apellániz, de nombre Loreto). Un camión llamado el canguro llevaba gente a la checa, añade. El narrador habla también de un barco en el puerto que servía de cárcel.

Baroja huye de la precisión, el narrador habla de oídas, se escuda en conversaciones captadas en el comedor del Palace Hotel para mostrar una ciudad en la que «no se sabía con exactitud absolutamente nada», llena de rumores «alicortos», como el que llevó a no probar productos medicinales porque se decía que estaban envenenados. Una Alianza de Intelectuales en la que valencianos y castellanos se entendían mal y estaban siempre entre riñas y discusiones.

El protagonista asiste a un teatro en la calle de Lauria y al café Vodka „estaba en la esquina de La Paz con Poeta Querol„ con una nueva amiga y vecina de habitación, una separada que huye de los celosos españoles y prefiere vivir «a la diabla».

La Valencia que enseña Baroja es la de las noches llenas de tiros, la ciudad víctima de los bombardeos y la escasez de alimentos. El único pan era el de la munición y la materia prima que sobraba era la «buena tinta». Todo eran noticias de buena tinta en la ciudad de los rumores, en la que Elorrio ve su nombre en un papel de adhesión a Rusia que no ha firmado, pero no puede hacer nada.

La ciudad en la que las únicas tiendas que venden mucho son las librerías „no obras comunistas, aclara el autor que no puede dejar pasar la puya„ y que, por la experiencia de un fotógrafo retratista de cadáveres, cuenta más de un centenar de muertos cada día.

La ciudad de unas gentes que cuando pueden huir a Marsella dejan sin mirar atrás el cadáver del enfermo que no ha superado el viaje para echar presto pie a tierra camino de una soñada París, que es algo así como el recipiente de un perfume consumido para el desencantado narrador/escritor.

Los caprichos de la suerte no es la mejor novela de Baroja, autor que se decantó por el franquismo durante la guerra pese a que había huido dos veces de la España de Franco («la única solución para la República era un dictadura inteligente», dice Elorrio y su pensamiento es muy cercano al del Baroja de 1938).

Como dice José Carlos Mainer en la introducción, a esta novela encontrada entre los papeles del caserón familiar barojiano le falta una mano. Se ve tras ella al escritor viejo que entre 1950 y 1951, afectado por la arteriosclerosis, repite a vaces expresiones e ideas con solo unas páginas de diferencias. Pero tiene el pulso directo, a veces brusco, marca de la casa del autor de El árbol de la ciencia, de los más influyentes en la literatura contemporánea española.

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